EL CIRCO DEL SILENCIO
PARTE UNO: La invitación
Aquella mañana no sería como cualquier otra, y la razón era la inauguración de los nuevos estacionamientos de la ciudad. Durante meses se dio vida a este proyecto monumental: más de dos mil plazas construidas en el lecho seco del estero Marga-marga, capacidad mucho mayor que la de los antiguos estacionamientos. Los nuevos, al contrario de sus antecesores, fueron correctamente pavimentados y construidos con un sistema de drenaje para evitar su inundación durante las lluvias, cosa que antes siempre ocurría. Al “vamos” concurrieron las autoridades del municipio y yo, el principal impulsor de esta tremenda mejora. Se bebió champagne, se comieron canapés de camarón, se habló de posibles proyectos futuros y se puso en el tapete otros problemas que aquejaban a la comunidad. También se discutió sobre el destino definitivo de la feria del estero Marga-Marga, que por culpa de la gran obra hubo que trasladarla. Algunos opinaron fusionarla con la feria del sector de Gomez Carreño, otros, que se la llevara cerca del jardín botánico; yo en cambio prefería que mantuviera su independencia, y propuse el sitio de Agua santa para su emplazamiento definitivo.
El acto terminó con el corte de la cinta tricolor por parte del alcalde. Se tomaron las fotografías de rigor y todos aplaudieron con sus mejores sonrisas. Luego de los apretones de manos, los urras y las felicitaciones los asistentes empezaron a retirarse uno a uno. Al cabo de media hora quedábamos unos cuantos, entre ellos un hombre que no había visto en toda la ceremonia. Juraría que no estuvo desde el principio, es más, nadie pareció notar su presencia. Era alguien extraño y misterioso. Vestía un traje de smoking negro, algo percudido y un sombrero negro muy ancho y medio desgarbado. Su tez era pálida como la nieve y sus ojos profundos como el silencio. Me miraba sonriendo de una manera rarísima, su actitud me hacía sentir demasiado incómodo; “quizás sea homosexual”, me dije. Antes de que pudiera retirarme el hombre se sacó el sombrero y me hizo una larga reverencia.
-Amigo mío- me habló- soy un admirador devoto de su labor. He oído a través del país las maravillas que de usted se habla, y por lo mismo, recorrí muchas dimensiones con mi circo solamente para poder conocerlo. Y ahora que lo tengo frente a mi no se cual sea la forma correcta de comportarme.
Había dicho “recorrer dimensiones” y que tenía un circo. Era lo más disparatado que había escuchado en años. Quería deshacerme del loco en ese mismo instante y huir.
-Muchas gracias por sus palabras, estimado amigo. El placer es mío al ver que la gente reconoce mi trabajo. ¿Así que usted tiene un circo?
-Así es, está justo allá.
El hombre levantó el dedo índice y me mostró una carpa que se veía a la distancia, más menos a la altura del puente Libertad. Si mi memoria no me fallaba, hasta antes del acto no había ningún circo ahí. ¿Cómo era posible que armaran uno tan rápido?
-Se ve que su circo es espectacular.
-De primer nivel internacional, reconocido en los cinco continentes. Y con más de dos mil años de trayectoria.
-¿Dos mil años?
-Si señor. Más de dos mil años.
El tipo estaba definitivamente loco. Loco y enfermo de remate.
-Me parece excelente que espectáculos de renombre vengan hasta nuestra ciudad. ¿Cómo se llama su circo?
-Si usted quiere puede venir a la función inaugural esta noche. Será un inmenso agrado tener entre el respetable a tan reconocido servidor de la comunidad. Justo ando trayendo invitaciones. ¿Le gusta la idea?
La forma de hablar, y el no responder a mi pregunta respecto al nombre del circo sacaron a flote mi curiosidad y mi desconfianza. Tenía que ver de que trataba ese famoso circo de “más de dos mil años de antigüedad” con mis propios ojos.
-Por supuesto, mi buen amigo. Su espectáculo no me lo pierdo por nada del mundo.
-Pues aquí tiene.
El hombre me entregó la entrada, la que guardé dentro de mi billetera inmediatamente.
-Como última cosa-me dijo- ¿Podría tener el honor de estrechar su mano?
-¡No faltaba más!
Fingiendo mi repulsión hacia el sujeto apreté su mano y le di un caluroso abrazo.
-Ya, mi amigo, lo esperamos esta noche a las diez. No se arrepentirá. El circo hervirá de gente, es indispensable que usted asista. Digamos que la función de esta noche es en su honor.
-No se preocupe, mi buen amigo. Cuente con mi presencia; ahí estaré.
El hombre se retiró de la misma forma en que llegó: de la nada.
PARTE DOS: El circo
Desde lejos se podía observar la cola inmensa que había para poder entrar al circo; “alucinante”, “desconcertante”, “maravilloso”, “único en el mundo” eran los adjetivos que escuchaban mis oídos refiriéndose a lo magnánimo del circo, y creo que por el tamaño de la cola era verdad. Aunque no era necesario, hice también la fila para no pasar a llevar a ninguno de los esforzados asalariados que buscaban la misma diversión que yo; como era mi convicción, el respeto y el bienestar de mi pueblo eran lo más importante. Mientras la fila se acortaba observé con un poco de decepción que la apariencia de ese circo no estaba a la altura de su supuesto nivel internacional. Ninguno de los comentarios que oía decía algo acerca de la infraestructura y de los números. La carpa era del tamaño de cualquier otra, parchada en algunos sectores y gastada como las ropas de un vagabundo. Las casas rodantes eran pequeñas, con los neumáticos desinflados y pintadas de un deprimente color gris. Las jaulas de los animales oxidadas e inmundas, sin ningún animal a la vista, estaban en la parte de atrás de la carpa. Tal como se dice en forma coloquial, todo era “rasca” y “flaite”; un circo de población marginal cualquiera, el más feo y pobre del mundo. Sinceramente me esperaba un anfiteatro monumental y cuadras enteras repletas del equipamiento del circo, y con un juego de luces impresionante que se viera a varias manzanas de distancia. También tuve que soportar las cumbias y el reggaeton que los circos colocan ahora de música exterior, en vez de las fanfarrias alegres que recordamos los que alguna vez fuimos niños. La fila se había acortado lo suficiente como para percatarme que era mi turno de entrar. Al momento de entregar mi invitación el joven de la caja me miró amablemente y me hizo una rara advertencia.
-Nuestro show es de primerísimo nivel señor, pero ante todo lo que va a presenciar no debe aplaudir ni reír, si no llorar y guardar silencio.
-Estimado ciudadano, vengo a disfrutar de un espectáculo ¿Y tengo que salir llorando de él?
-Lo que verá no es motivo de risa sino de llanto. Si prefiere puede guardar silencio, pero para nuestros grandes artistas es una afrenta terrible oír la risa del público.
Sentí una curiosidad aún mayor. ¿En que otro circo el público recompensaba al artista con su llanto? ¿Que clase de artistas sentían gratitud por las lágrimas? ¿En que otro show los aplausos y las risas eran reemplazados por el silencio? En ninguno, supuse. Entré sin esperar un segundo más y me deje caer sobre mi butaca, ansioso. Miré para todos lados: el público se encontraba silente y estático, como la guardia del palacio presidencial. Escruté a mis vecinos más cercanos entre las cortinas de luz tenue, sus rostros espresaban desdicha y miraban a la pista como quien mira a la muerte, algunos se cubrían el rostro con las manos, otros cerraban los ojos dejando escapar algunas lágrimas. La escenografía era lúgubre, oscura, pero ordenada con el máximo de los cuidados; algo muy incomprensible para un espectáculo circense. Todo lo que veía invitaba a una tristeza y a una consternación inexplicables. Era el circo más triste del mundo. ¿Que clase de show estaría por comenzar?
El jolgorio se inició “puntualmente” a las diez y cuarto. Partió con una obertura de luces que tejían con rayos y sonidos incontables las más absurdas escenas: lobos que aullaban con dolor a la luna porque eran incapaces de matar las liebres que brincaban sobre sus cabezas. Desde el cielo tres pájaros volaron hacia un bosque que, con su canto, hicieron sonrojar a unos ángeles que bailaban tristes portando un reloj despertador que no sonaba. Zumbaron flores multicolores y árboles centenarios gritaron pidiendo ser arrancados de raíz. Animales tiñosos danzaban con elegancia alrededor de la pista. Hojas secas caían de lo más alto y bajo ellas quedaba sepultada una catedral. Una lluvia dorada hizo pensar que las estrellas caían diáfanas a la tierra, penitentes andrajosos se arrodillaban y dejaban escapar sonidos estridentes. De un bosquecillo emergían reyes y príncipes atados de pies y manos; a punta de lanza eran conducidos por verdugos y obligados a saltar a unas cloacas. Más allá, siete mujeres fueron vendadas por entero y obligadas a cargar un ramo de rosas rojas; un juez con peluquín condenó a estas mujeres a ser arrojadas a la cloaca también. Posteriormente marcharon cientos de gatos de ojos celestes alrededor de los ángeles, y sobre el público flotaba una nube turqueza enorme. Los ángeles tomaron a los gatos y los arrojaron a un lago, al caer en el agua se transformaban en peces que no nadaban y morían ahogados. Después cayó nieve, y de la nieve caída brotaron cientos de rayos de luz Las luces se mezclaron entre si dando forma a cielos estrellados, casas de zinc y cholguán a punto de desmoronarse, edificios erosionados por el viento y la humedad, calles atestadas de basura, imágenes de una ciudad irisada de hojas plateadas que parecían ser miles de luciérnagas, botes y lanchas surcando el mar, perros vestidos de frack, árboles durmientes, ratones saltando en zancos, sacerdotes y monjas borrachos, un general miserable pidiendo limosna, prostitutas que gritaban al público que venían de Babilonia, hormigas gigantes que asaltaban supermercados, fantasmas vendiendo escobas. El conjunto completo de colores iba acompañado de una música extrañísima, algo así como de...no puedo encontrar un músico que defina aquel estilo muy diferente a las cumbias sabrosonas afuera de la carpa. No entendía el sentido de esas imágenes y de la música que irradiaban confusión, incoherencia y ambiguedad, pero era innegable la calidad de lo que veía; “fue bueno venir”, me dije . La obertura terminó de golpe y toda la luz se extinguió; sólo el foco reflector quedó iluminando el centro de la pista en una pausa dramática patán. De entre la cortina púrpura del telón asomó un hombre que, al contacto con la luz, dejó ver su figura fea y cubista que parecía sacada de un cuadro de Picasso. Era la persona más horripilante que había visto en mi vida, “no entiendo como Dios puede permitir que lleguen al mundo especimenes tan desdeñables” me dije. Se trataba de un ente delgado hasta la anorexia y medio encorvado, de ojos hundidos ubicados en la cara sin lógica alguna y maquillados con una reluciente sombra carmesí. Su nariz era afilada en forma de triángulo y su tez era pálida como perla de ostra. Su cabello era largo, como de muñeca vieja y sus manos huesudas y alargadas. Estaba vestido con un frac negro elegantísimo, pero percudido, que daba admiración y portaba un micrófono en su mano izquierda. Reinaba un silencio escalofriante. En un momento me dio la sensación de estar más en una misa que en un circo. El individuo hizo una pausa y comenzó a hablar con una voz grave y reverberante:
- A maravilloso sean circo bienvenidos. Espectáculo esperamos que disfruten de su. Recuerden silencio guardar y llanto mejor saludar. ¡Espectáculo que él comience!
Ese maestro de ceremonia tan particular y carismático a su manera, a pesar de lo horrible, hizo que comenzara a ver el espectáculo de un modo diferente. Me acomodé en mi butaca, más a gusto que antes, y esperé la partida del show clavando mis ojos en el centro de la pista oscurecida. Unos murmullos cercanos hicieron que me volteara; se trataba de una viejita humildemente vestida que se movía por entre las filas portando una canasta de mimbre tapada con un paño blanco como la sal. A cada persona musitaba algo que no alcanzaba a oír, la gente al oírla meneaba la cabeza de lado a lado y ella en respuesta agachaba la suya, como quien ofrece disculpas. Llegó hasta mi lado, pulcra y ordenada; al parecer quería hablarme como a los demás. Yo, con mi vocación de servicio, no pensaba negarle lo que la pobre viejecita quería.
-Patroncito, ¿Me compra unas sopaipillitas? Están fresquitas, a cien pesitos nomás.
¡Me sorprendí al constatar que la mujer era una vendedora ambulante! Una pobre y triste ancianita trabajadora. Miré si había algún fotógrafo cerca.
-Pero porsupuesto abuelita, déme la canasta completa nomás. Usted no debería andar haciendo esto a su edad.
Casi me arranca la cabeza de la bofetada que me dio.
-¿Qué no sabe que tiene que permanecer callado, cabrito? Los únicos que hablamos somos los del circo, ¿Entendió? Además a usted no le vendo ninguna cuestión.
Pobre vieja. Estaba loca. Primero me ofrece que le compre sus productos y luego me dice que para mi no están en venta ¿Cómo se había atrevido a golpearme? ¿Quién entiende a los pobres? Típico de la gente salvaje sin educación que recurre a los golpes ante la falta de modales. Pero bueno, quien era yo para juzgarla: tan bruta y llena de problemas, quizás era víctima del abandono de sus seres queridos. Me propuse entonces elaborar un proyecto de ley sobre un bono en dinero para la tercera edad, asi viejecitas como ella no se verían obligadas a andar por las calles para ganarse la vida. La ancianita sufrida ya se abría paso por otras filas vendiendo sus confites. Sonreí a mis vecinos de fila para sacudirme la tensión.
Las luces se encendieron, y entonces volqué mis ojos a la pista para observar que vendría.
En primer lugar, unos hombres vestidos con elegancia sobre monocicletas recorrían la pista tocando fanfarrias alegres con las trompetas que portaban; otros arrojaban papeles brillantes al aire, que al contacto de las luces, cambiaban de color; ¡eso me gustaba! Me parecía estar viendo la celebración de la navidad en las calles de New york. El ambiente se veía tan alegre, tan colorido, tan mágico; era una pena que no se pudiera reír ni aplaudir. Así estuvieron los hombres extraños haciendo sonar sus instrumentos y arrojando papelitos por unos minutos. Miré a mi alrededor; la gente presente no mostraba atisbo alguno de sonrisa ni de placer por lo observado, al contrario, agachaban la cabeza y se sumían en una atribulación que para mi resultaba inexplicable, ¡inexplicable! ¿Cómo podían sufrir ante algo tan alegre? ¿Cómo? No entendía nada. Al terminarse los papelitos los hombres elegantes se retiraron veloces detrás del telón. El animador apareció en la pista por segunda vez.
-¡Con ustedes el malabarista del mundo mejor! En los continentes cinco éxito ha sido el mayor. ¡Caluroso silencio favor un recibirlo con!
¿Por qué tenía que salir en primer lugar el malabarista? Ahora sí que me iba a aburrir. No hay cosa más aburrida en el mundo que un individuo agitando en el aire un par de pelotas. Valparaíso, por ejemplo, tiene uno en cada esquina de sus calles céntricas y todos hacen lo mismo. Y llaman “arte” a eso. Ahora, cualquiera en el mundo es capaz de hacer arte. No los culpo. La necesidad disfraza a la dignidad de lo que sea para sobrevivir. “Presentaré un proyecto de ley que regule la actividad de los pobres artistas callejeros” me dije sorprendido de mi propio buen corazón. Mientras estaba divagando sobre eso se asomó por entre el telón la figura de una persona. Era un tipo de espaldas inmensas, se desplazaba sobre una monocicleta y llevaba colgando cuatro troncos de árbol enormes hacia los lados, dos por cada lado del cuerpo. En la cabeza llevaba un gorro como el de los duendes. No podía apreciarse ningún otro detalle porque la luz del foco reflector aún no lo iluminaba. El tipo dio varias vueltas en círculos antes de llegar al centro de la pista; solamente entonces pude verlo en total magnitud.
El terror me dejó boquiabierto.
La cabeza del hombre era cuadrada, de mentón recto y tenía un par de ojos estúpidos ubicados en cualquier parte de la cara, menos donde deberían haber estado. Por debajo del gorro de color verde asomaban mechones de sus cabellos crespos y negros. En vez de piernas tenía una monocicleta que salía directamente de su pelvis, ¡era horroroso! Y no solo eso, los que creí troncos de árbol en realidad eran sus brazos. Cuatro brazos gruesos y pálidos como diamantes portaban en cada mano malabares para sus trucos que a la distancia no se podían distinguir bien pues eran muy pequeños. Su mirada era medrosa y melancólica. Lo acompañaba una asistente todo lo contrario a él: era hermosa, vestida con ropas de tienda exclusiva, como Zara, y portaba una caja de color negro; supuse que con el resto de los implementos para el acto del malabarista. Estaba atónito, perplejo. ¿En que clase de espectáculo me había metido? Por Dios, ese hombre parecía sacado de una obra de ficción; un monstruo verdadero ¡Y el resto del público no se asombraba! No se impresionaba, no mostraba gestos de sobresalto. ¡Para todos era algo normal! Estaba horrorizado en serio, pero una especie de morbo me hacía clavar la mirada en la pista y en el malabarista horrible.
Comenzó a hacer su acto. El número en verdad era macanudo. Al contacto de la luz observaba con nitidez los objetos que usaba el malabarista: eran monedas de todos los tamaños que la asistente arrojaba sin cesar al aire mientras los brazos del monstruo rotaban a una velocidad sorprendente, sin dejar caer una sola pieza, ¡ni una sola! Quise buscar la explicación racional e ingenieril al asunto mientras seguía observando su virtuosismo. Estaba claro: no era un hombre, si no un robot hecho para eso. Esa idea me tranquilizó pero me duró poco, porque dichas monedas comenzaron a incendiarse por si solas; eso les daba el aspecto de cientos de luciérnagas revoloteando alrededor del robot ¡Que acto de ilusionismo más increíble! Todo estaba dilucidado para mí, además de robot malabarista era también un ilusionista. Era desconcertante, de verdad lo mejor que había visto en mi vida. Lo estaba pasando salvaje. Ni en Europa ni en los Estados Unidos se exhibía algo así. El acto concluyó con la transformación de las monedas en moscas negras y asquerosas que se abalanzaron sobre nosotros, el público. ¡Que asco! Yo agitaba mis manos con escrúpulo sobre el aire tratando de alejarlas; el zumbido de tantas moscas juntas resultaba ensordecedor ¡Odiaba las moscas! Estas se acercaban más y más a mí por más que intentara apartarlas. ¡Estuve a punto de vomitar! ¡Que momento más repugnante! Cerré mis ojos para no seguir viéndolas y me cubrí con los brazos. El zumbido cesó de golpe y entonces dejé de protegerme y abri los ojos; las moscas ya no estaban, tan sólo se veía al malabarista con sus brazos caídos y las palmas de sus manos extendidas hacia nosotros. Nos miraba con una profunda tristeza. Varia gente a mi alrededor dejó escapar un sollozo amargo y doloroso.
No podía comprender esas lágrimas. Yo lo había pasado fenomenal, macanudo, a pesar de la asquerosidad de las moscas. ¡Nunca había visto un número de ilusionismo tan monumental como ese! Entonces ¿Por qué debíamos llorar? ¿Por qué debíamos callar? Tuve que contenerme para no reírme y deshacerme en aplausos. En verdad el circo era distinto: no se oía ninguna carcajada, ni una sonrisa siquiera, todos permanecían inmunes ante lo fantástico del espectáculo, excepto yo. Disfrutaban en silencio de la función, porque así se tenía que disfrutar de ese circo, pero comentarios, hilaridad o algún gesto de aprobación estaban estrictamente prohibidos. Cada uno permanecía inmerso dentro de su inexplicable congoja. Sin levantar la cabeza. Sin hablar.
Se escuchó el sonido de una lluvia tenue y entonces una niña ingresó a la pista. Era una niña de unos ojos azules refulgentes, mejillas sonrosadas, boca recta e inexpresiva y cabello oculto bajo una pañoleta de color blanco de bordes celestes. Usaba un vestido vaporoso, con corsé, de color blanco opaco y que tenía los mismos pliegues celestes de la pañoleta en el escote y en los puños. Andaba descalza, pero impecablemente limpia, y portaba entre sus manos un pájaro muerto. Su mirada era seria, inocente y teñida levemente de pena. Desde las alturas bajaron para ella unos patines brillantes de cristal, los que inmediatamente se calzó. Arriba de la niña sobrevolaba una enorme sombra negra. Cuando la sombra pasó bajo la luz del foco reflector me percaté que se trataba de un cuervo; ¡el más enorme visto por ojos humanos! Recordé un pasaje de “Las mil y una noches” en donde se nombraba a un ave llamado Rocho, el cual era capaz de arrojar un elefante por los aires. Pues bien, ¡ese era un Rocho! Temí que se lanzara en picada sobre el público con intención de devorar a alguien, y más que de la niña estaba pendiente del cuervo, sumido en un temor paralizante. El cuervo, por su parte, sólo se limitaba a volar en círculos sobre la infante; a ella parecía no importarle y tarareaba alegremente una canción infantil mientras patinaba por la pista realizando las más graciosas e inocentes coreografías. Aquellos patines eran espléndidos: dejaban una estela cósmica tras los movimientos de la niña, igual a la cabellera de un cometa. El cuervo desapareció unos instantes de la pista, lo que aprovechó la niña para danzar y juguetear vaporosamente. Saltaba y taconeaba sus patines en el aire; estos hacían el mismo sonido que el agua de vertiente sobre las piedras. Sus manos siempre estaban sobre su pecho, y entre ellas estaba el pájaro muerto aprisionado. Me encantaba su forma de patinar, era como si los patines fueran parte de su cuerpo gracioso. El cuervo regresó pasados unos minutos, pero portando inmensas rocas entre sus garras. Me imaginé enseguida sus intenciones. Sentí miedo por la niña y sobretodo miedo por mí. No quería que una de esas rocas me impactara de lleno. ¿Qué tal si algo salía mal durante el show? ¿Qué tal si la roca caía sobre mí? ¡No podía exponerse a gente decente como yo a semejantes peligros!
En una primera andada el cuervo arrojó su cargamento sin dar en el blanco. Para mi sorpresa la gigantesca roca reventó en la pista en forma de pepitas de oro, plata y joyas preciosas. Unos ratones vestidos con ternos emergieron de los bordes de la pista y trataron de apoderarse de las joyas; se notaba que estaban adiestrados para esa tarea. Con la segunda roca arrojada ocurrió lo mismo, y con la tercera. Los ratones nunca alcanzaban a capturar algo porque las joyas se desvanecían pasados unos segundos. Esa situación absurda me tenía a punto de vomitar carcajadas, ¡se veían tan ridículos saltando y chillando tratando de agarrar algo! Iban y volvían ante cada impacto, pero siempre terminaban con las garras vacías. Algunos de ellos incluso lloraban de impotencia, y golpeaban el piso con la cola chirriando de rabia. ¡Tenía tantas ganas de reírme!
Pasado un rato comencé a aburrirme, no lograba entender el sentido de ese número. El cuervo trató una y otra vez, pero la niña ni sudaba para esquivar los proyectiles malintencionados y los ratones no agarraban una pepita dorada siquiera. El show se estaba volviendo monótono. Comencé a bostezar al ver que nada sucedía, la niña parecía tener todo bajo control. Era obvio: siendo artista desde pequeña tenía la habilidad para ejecutar su número sin peligro alguno, no tenía de que preocuparme. Fue entonces cuando la iluminación del circo se vio oscurecida con la llegada de otros cuervos portando rocas entre sus garras. La cantidad de proyectiles que debía esquivar la niña era mayor. Volví a temer por ella ¡La niña evitaba cada impacto con una precisión envidiable! Al haber menos luz y más rocas que explotaban en forma de oro, plata, dinero y diamantes en la pista se apreciaba un efecto óptico hermosísimo. Era como si fueran millares de cúmulos lejanos formando nuevas estrellas en el universo o bien supernovas poderosas explotando en los confines del cosmos, para el deleite y placer de los seres humanos. Me emocioné ante la belleza de los impactos, me adentré en mis pensamientos más íntimos, ¡saltaban las joyas por todos lados! Me concentré en la gama armónica de los colores, en el espectro de ondas que fulguraban sólo ante mí. Me olvidé de la niña, de los cuervos, ¡incluso donde estaba! La perfección de ese juego caleidoscópico, de las cabelleras multicolores, de la chispa divina de los patines de la niña me poseyó en su totalidad. Sentí que el espectáculo era solamente para mi. Estaba completamente extasiado.
Toda esa embriaguez mágica y multicolor duró hasta que los patines de la niña se resquebrajaron.
La niña quedó sin defensa y sin poder huir de los cuervos. Trató de correr por todos lados, se arrinconó en un extremo de la pista, se puso en el centro, no hubo caso. Al no contar con sus patines la niña fue blanco fácil para los monstruos alados. Los impactos causaban las mismas explosiones anteriores que irisaban la atmósfera con su colorido, pero ahora no conllevaban ninguna belleza, si no fealdad. Ahora las explosiones eran de color gris, un gris tenebroso y oscuro. La linda canción infantil de la niña fue cambiando, conforme a los bombazos violentos de los cuervos, a un llanto desconsolado. No obstante, ¡las rocas no herían gravemente a la niña! A cualquier otra persona le hubiera causado la muerte recibir un impacto así. Que gran número de ilusionismo. La niña lloraba y lloraba sin recibir mayores heridas y me llené de satisfacción y de gusto. Me levanté de mi butaca dispuesto a aplaudir ante aquel acto tan increíble y genial en sus trucos. Juró que mi boca se estaba abriendo para gritar “bravo” a favor de ese espectáculo único, pero el silbido de un desconocido me detuvo al mismo momento que los cuervos se marchaban de la pista y la niña corría hacia el telón. El pájaro muerto que portaba quedó allí, abandonado en el centro de la pista, iluminado por el foco reflector. El resto del público lloraba con amargura, agachaba la cabeza y guardaba silencio.
De pronto el circo quedó en tinieblas. No lograba verme ni las manos, eso sumado al silencio reinante me hizo sentir encerrado dentro de una lóbrega prisión. Me imaginé que eso debían sentir exactamente los prisioneros de las cárceles más inhumanas del mundo. La pausa prolongada ya me estaba exacerbando; si querían lograr ambiente y emoción lo estaban consiguiendo sin dudas, al menos conmigo. Un segundo silbido me sacó violentamente de mi espera y levanté los ojos a la pista, obviamente sin lograr ver nada en esa oscuridad burlesca. Entonces las luces se encendieron y la pista, las graderías, los trapecios y el circo entero quedaron a mi vista de nuevo.
Sonó una música extraña. No tengo idea de quien pudo componerla, lo que si sé es que tenía un efecto sedante, ya que a medida que sonaba me indujo en un estado de somnolencia. El telón púrpura se iba abriendo de a poco, como si alguien muy lento fuera a salir del otro lado. El hombre en cuestión apareció. Ni en la imaginación del más creativo se hubiera concebido un sujeto así: vestía de frac, el típico traje de mago, con su sombrero y todo; si hasta traía un conejo colgando de su caparazón. Si, ¡tenía caparazón! Y no solo caparazón, también cuatro antenas, dos largas y dos cortas, que emergían de su frente y por entre su tupida cabellera. No tenía brazos, ni piernas y su cuerpo era alargado. Se movía arrastrándose por el piso...era...era...¡Era un caracol gigante! Un caracol con cara de humano y que hacía gestos de humano. Era desconcertante verlo arrastrarse y apreciar la estela plateada que dejaba tras su paso. Hubo que esperar un buen rato a que llegara hasta el centro de la pista. El animador también apareció y se puso al lado del caracol acercándole un micrófono a la altura de la boca. Frente al micrófono le dió dos golpecitos suaves con la cabeza y dijo “probando”, ¡también hablaba el molusco maldito! Tenía un semblante inalterable, y apuntaba al público con sus antenas. Lo que hacia en realidad era vernos con ellas, porque ahí tienen los ojos los caracoles. Después dio un suspiro y empezó a hablar.
-Es un verdadero placer compartir esta velada de magia, acrobacias y pruebas increíbles con ustedes. Por favor, pónganse cómodos para que puedan disfrutar con sus seis sentidos el número que tengo preparado para ustedes.
Era un esperpento muy formal y tenía una linda voz. Todo en el irradiaba clase, elegancia y educación; a pesar de ser un animal rastrero.
-Por favor, pónganse cómodos.
El animador hizo una seña con sus manos para que quienes estuvieran de pie se sentaran.
Reinaba un silencio que hacía estremecer a cualquiera.
El caracol cerró sus ojos y comenzó a meditar. De su cuerpo emanó una energía indescriptible que penetraba hasta lo más hondo de mi mente. Sentí como el caracol tomaba contacto con mi espíritu, y lo vulnerable que era ante su poder. Al cerrar mis ojos lo pude ver con total nitidez, tan mágico y tan sereno; era como si se hubiera adentrado en mi y hubiera tomado posesión de mi alma. En cualquier cosa que pensara, o en cualquier recuerdo estaba él. En cualquier idea o en cualquier sueño lo veía a él observandolo todo. Nadie en el mundo tenía un poder asi. Y a pesar de eso no sentía temor, al contrario, al arrastrarse por mis pensamientos dejaba una estela de paz.
En el momento que terminó de adentrarse en los recovecos más ocultos de mi mente, y creo que en la mente de todos los presentes también, el caracol nos apuntó con sus antenas, y en especial sentí como las clavaba en mí. Era una mirada de lástima, llena de desazón y desdén. Me estremecí sin saber por qué. Después se acercó al animador y le indicó con la cabeza el telón, este partió para allá sin decir palabra. Estaba intrigado con lo que fuera a suceder.
El animador regresó arrastrando una jaula con cuatro personas en su interior. ¡Eran cuatro personas encerradas como animales dentro de una jaula! Eso me desconcertó demasiado. Se les abrió la reja para que salieran. Eran bastante heterogéneos entre sí: la primera era una señora elegante, rubia y llena de joyas que se mostraba reticente a participar del número, pero el mago algo hizo que no alcancé a ver y la señora cambió de opinión; se paseaba por la pista con pasos coquetos luciendo sus joyas y saludando a todos con las manos. La segunda persona era un hombre gordo y de corbata que alguna vez había visto en alguna parte. Lo reconocí, era el senador Arismendi, representante de la región Valparaíso costa. Era un hombre simpático; jugué con él alguna vez unos partidos de tenis. ¡Que manera de reírme!- para mis adentros eso sí- ante el alboroto que hacía, las reverencias, las sonrisas y cuanto recurso utilizaba para ganarse la simpatía del respetable. Si con tanto movimiento parecía un mimo, de esos que hacen show en la plaza Victoria de Valparaíso por unas cuantas monedas. Me impresionó que hasta un senador de la república respetara el protocolo de silencio estricto. La tercera persona era un hombre común y corriente, con apariencia de militar, de buen aspecto, rígido como una tapia y que no movió un músculo en el instante que el caracol se puso a su lado. El último participante se notaba que era un hombre de pueblo, le faltaban algunos dientes delanteros y no paraba de sonreír a las graderías y de mirar todo con ojos de niño impresionado. El caracol se tomó su tiempo para hablar de su famoso número, que francamente ya me tenía más que impaciente.
-El espectáculo que ahora verán- decía el caracol- no lo verán en ninguna otra parte del mundo, ni en esta dimensión ni en una paralela. Simplemente verán lo que en toda su vida nunca podrán ver.
El caracol cerró sus ojos y conjuró un hechizo recitando palabras en un idioma extraño. Un conjunto de luces raras relampaguearon frenéticas sobre la pista; eran de tantos colores y tantas intensidades que me es imposible describirlas. ¡El caracol volaba entre ellas! Se veía tan inalterable y tan parsimonioso como el mar en el verano. Las luces duraron tan sólo unos segundos, lo mismo que su vuelo.
Quedé asombradísimo de lo que vi.
En el lugar donde se hallaban las personas ahora había cuatro perros. ¿Dónde estarían las personas? No se veía rastro de nadie. Los animales permanecían quietos en su sitio, sin mirarse y rascándose el lomo con las patas a veces. Uno de ellos, que era un perro afgano, empezó a caminar y se acercó al maestro de ceremonia para olerlo.
-¡Ah! Que buen perfume usa usted, eso es muy seductor para una dama como yo.
¡Había hablado! ¡Madre santa! La naturaleza terrible del truco estaba a la vista. Las personas habían sido transformadas en perros. ¡Era obra del mismísimo demonio!
-Esto de seguro fue idea de la oposición- reclamó el chihuahua- ¡Exijo que se me devuelva mi estado humano de inmediato!
Se trataba de la voz del senador Arismendi.
-Pero si siguen siendo humanos- intervino el caracol.
Los otros dos perros parecían ajenos a todo. El hombre con apariencia de militar, que era un rotweiller sencillamente se sentó y se puso a hacer guardia junto al telón. El hombre de pueblo, que ahora era un quiltro juguetón, de esos tantos que se encuentran por las calles del país, corría por todos lados saludando a la gente ladrando “hola” hasta el cansancio y meneando la cola.
-Usted no nos advirtió de esto, señor. Dígame a que partido pertenece usted.
-Pero si sigue siendo humano.
No comprendía el por que el caracol afirmaba que seguían siendo humanos, si frente a mi tenía perros, no personas.
-¿Cómo que humano? Si tengo patas y orejas de animal.
El senador había perdido completamente el control. Su ladrido, agudo y gritón como la voz de un cantante de heavy metal, salía de su garganta con más ímpetu cada vez.
-¡Más vale que me devuelva mi forma humana ahora o pediré que sea desaforado!
La afgano se miraba complacida. Le encantaba la suavidad y el tono rubio de su pelaje, y la esbeltez de sus extremidades.
-Me gusta como me veo, yo prefiero quedarme asi.
En efecto. Si como humana no era muy agraciada físicamente que digamos.
-Cualquiera que se atreva a levantar la voz se le considerará traidor a la patria- habló el rotweiller- no quisiera tener que clavar mis dientes en ninguno de ustedes.
-Los humanos son animales también- dijo el caracol- se creen dueños de la razón, pero en el fondo se mueven por sus instintos, obedecen los que les dicta el olfato. Ahora mismo les daré una prueba de esto.
Unos hombres salieron de entre el telón y llevaron hasta la pista otra jaula, más grande que la anterior, repleta con otras personas. Se vislumbraban dentro de ella a obreros, dueñas de casa, estudiantes, vagabundos, vendedores callejeros, ¡hasta la anciana de las sopaipillas que me abofeteó estaba ahí! Todos se veían intranquilos y expectantes a lo que iba a suceder; yo en sus zapatos ya me hubiera desmayado. ¿Qué clase de show se estaba por mostrar? Mierda; no podía imaginármelo. El caracol se aproximó hasta ellos y volvió a repetir su conjuro mágico. Ocurrió de nuevo lo mismo: las luces, el vuelo, la magia desatada. Y dentro de la jaula con personas ya no había personas, si no que ratones, gallinas, otros perros, gatos y palomas. A pesar de ser animales conservaban la misma cara de intranquilidad de antes de la transformación. ¡Y hablaban también! Pedían al caracol cerrar la reja, pues tenían miedo del rotweiller. También trajeron un espejo de cuerpo entero, el que de inmediato fue ocupado por la afgano.
-Por favor- chillaban los animales, o las personas dentro de la jaula. A esa altura ya no sabía que eran- no nos hagan daño. Nosotros nunca hemos obrado mal.
Mejor no hubieran abierto el hocico. El rotweiller y el chihuahua se acercaron al paso de un guepardo hasta la jaula al oír las súplicas de los animales.
-Vivimos una época de profunda crisis- habló el chihuahua- Nos ha sido imposible hallar los mecanismos necesarios para entregar a ustedes un mejor bienestar, y esto ha sido principalmente por la negativa de la oposición hacia nuestras propuestas. Deben entender que el mundo es así. Lo más importante es la conducción del país.
-¡Pero tenemos derecho a una vida digna! Al igual que usted señor.
Los pequeños seres se apretujaban en el fondo de su jaula. El caracol no había cerrado la verja.
-Son traidores a la patria. ¡Viven quejándose en vez de esforzarse!
-Es hora de aplicar la ley- azuzó el chihuahua- ¡La cena está servida!
El rotweiller se abalanzó sobre el montón de animalitos desprotegidos destrozándolos con sus fauces formidables. Atrás de él iba el chihuahua, ladrando a descuello para meter ruido y confusión a los animales amilanados, y aprovechaba de sacar su ración a expensas de su compañero más poderoso. Por otro lado, el perro callejero y la afgano permanecían ajenos a la escena que ocurría en el centro de la pista, ¡la horrible y macabra escena! Uno corría y movía la cola por entre el público, que ignoraba el jugueteo del quiltro dando vuelta la vista a otra parte, sollozando, y la otra permanecía inmóvil adorando su reflejo en el espejo. Sólo cuando el rotweiller y el chihuahua saciaron su voracidad la afgano se acercó a comer de los restos de la masacre. Al quiltro se lo dejó comer al final, una vez que los otros perros hubieran terminado de comer primero.
En serio estaba estupefacto. Estuve un buen momento paralizado ante la crueldad hacia los animales y la matanza que mis ojos habían visto, pero otra vez la explicación de la magia y el ilusionismo me tranquilizaron y volví a sonreír. ¡Era todo tan evidente! ¿Para que era necesario llenar la pista de luces confusas durante las transformaciones? Obvio: para tener tiempo de sacar a las personas y reemplazarlas por canes. Y si en verdad eran perros y no personas ¿Cómo era posible que hablaran? Respuesta: el caracol aparte de ilusionista y mago era también ventrílocuo ¡En un solo instante había comprendido la naturaleza del truco! Si hasta podía ver las cuerdas que sujetaban al mago vestido de caracol cuando levitaba por los aires. ¡Que truco más fácil de descubrir! Eso sí; tenía que admitir lo bien hecho que estaba. Me sorprendió mucho que el senador Arismendi se prestara para un acto así. Pero bueno, si ya estaba claro que todo era mentira, desde la transformación hasta la masacre, pero no por eso menos impresionante. Me felicité a mi mismo el haber aceptado la invitación del hombre misterioso del sombrero. El circo era genial, distinto, virtuoso ¡Lo estaba pasando salvaje, increíble!
A una señal del caracol entraron los ayudantes y se llevaron las jaulas teñidas de sangre. Por otro lado, los cuatro perros fueron amarrados y conducidos tras el telón aún jadeantes por el fervor de la adrenalina liberada durante la matanza. Eso confirmaba mi teoría, jamás fueron devueltos a su estado humano delante del público, por eso mismo, era obvio que eran perros comunes y corrientes.
-¿Pudieron entender lo visto, verdad?- dijo el caracol- ¿Se dieron cuenta de cuáles son los instintos que mueven al ser humano?
Tras decir aquellas palabras todos, pero todos se entregaron a un llanto desconsolado e indescriptible, más triste que el de los números anteriores. Los gimoteos parecían irisar el aire y las lágrimas vertidas parecían multiplicarse ¡No podían parar de llorar! ¡No podían! ¿Por qué no podían parar de llorar? Unos ni siquiera daban la cara a la pista, volteando la mirada o tapándosela con las manos. Yo por mi parte lo había pasado sensacional y tuve que taparme la boca para no desternillarme en risas y aplausos. Esto me seguía desconcertando: el no poder expresar mi satisfacción. El caracol no dio tiempo para que el llanto generalizado terminara y se alejó, esfumándose antes de cruzar el telón.
La gente aún no acababa de gimotear cuando el maestro de ceremonia se paró en medio de la pista y anunció la llegada de los siguientes artistas.
-Payasos no podrán ver mejor que estos. Bollito, chocolatito, pancito y vinito ¡Silencio mejor dénles!
De verdad ya me había acostumbrado a quedarme callado ante el anuncio de un nuevo acto. Me límite a poner mi atención en la pista y esperar.
Entraron unos payasos corriendo mientras se oía de fondo la marcha fúnebre de Chopin. Nadie emitía un solo sonido, y los payasos, a pesar de esa música deprimente, entraron lanzando globos, serpentinas, papeles de colores y cuanta cosa arrojan los payasos al iniciar un show. Tampoco faltaron las piruetas ni las acrobacias. La única diferencia con los payasos comunes eran sus trajes, que nada tenían que ver con los que se está acostumbrado a ver. Uno vestía como un juez, portaba un martillo en su mano y usaba peluquín, como los jueces de la corte internacional de La Haya. Otro vestía como ejecutivo o abogado, a juzgar por el maletín que portaba reventando de papeles. El tercero vestía como Médico o científico y el último payaso estaba vestido como un hombre que se encuentra de vacaciones en el caribe. De inmediato cada uno tomó sus respectivas funciones. Todos hablaban con la voz fuerte y chillona típica de los payasos.
-Muy bien- decía el vestido de juez- veo que aquí tenemos un claro ejemplo de falta de humanidad y buenos sentimientos.
El que vestía de hombre en vacaciones permanecía sentado en una silla, ajeno a lo que hablaba el juez al parecer.
-Es necesario hacerle más exámenes- añadió el payaso vestido de doctor- lo que no se es quién pagará mis honorarios por el tratamiento de este paciente. Se ve que este hombre es pobre como las ratas y deseo cambiar mi automóvil por uno del año.
Miré a mi alrededor. Toda la mirada del público estaba posada en el payaso de la silla, el cual tenía la vista perdida en los trapecios que colgaban de las alturas
-Lo de los honorarios podemos arreglarlo una vez que el juicio haya concluído. Pienso sacarles a todos una fuerte suma por la demanda entablada. ¡Sigo insistiendo que la acusación no tiene fundamentos constitucionales!
-¿Cómo que no los tiene?- replicó el juez- este sujeto- y miraba con desdén al payaso de la silla- no tiene obediencia ni buenos modales. Se ha tratado de enrielarlo pero ha sido imposible. ¡El tipo es un animal!
-¿Es un animal o no, respetable público?
Nadie del público respondió a la pregunta del payaso vestido de juez, yo quise pero me contuve en el último segundo. Luego sonó una música estúpida, algo así como lo que escuché alguna vez en la casa de un ex compañero de universidad que era medio melómano; Samla Mammas Manna creo que se llamaban esos imbéciles. Los payasos corrieron, saltaron y corearon la música por toda la pista lanzando más globos y más papelitos. Después volvieron a sus puestos a seguir con la discusión.
-A ver ¿Cómo han tratado de enrielarlo?- preguntó el abogado.
-Pues se le ha puesto en una escuela para animales para que aprenda a esperar su turno a la hora de comer, a que no defeque por todas partes, a que sea humilde ante los llamados de atención, a que no esconda la mirada ni se oculte ante los requerimientos de sus amos. Que no muerda la mano de quien le da comida, que no menee la cola para obtener favores, que sea alegre y juguetón con los niños, que sea leal con los de su especie y que aprenda a percibir cuando ya se sienta satisfecho.
-Su ceguera de nacimiento y su sordera son sus mayores problemas. Llevo seis meses interviniendo su cerebro para buscar una solución, pero su cerebro no responde a ningún estímulo conocido, ¡ni siquiera la corriente eléctrica funciona! Además sospecho que padece de ciertas anomalías psiquiátricas pues ve, oye y siente lo que quiere solamente. Si se le pregunta algo responde con evasivas, o bien suelta un discurso incongruente con el contexto del asunto. Lo peor es que cuando se le pide silencio nunca cierra la boca.
La luz principal enfocó al payaso sentado en la silla y desde la distancia se podía notar una horrible cicatriz que recorría su frente de sien a sien. Un chorro de agua helada corrió por mi espalda.
-Si me lo permiten demostraré que mi representado no es ningún animal ni ningún tarado mental. A continuación leeré su curriculum: alumno de un colegio particular y mejor alumno de su generación, puntaje nacional al entrar a la universidad. Fue presidente de la federación de estudiantes y desde ahí tuvo su primer contacto con la política. Se tituló de ingeniero comercial y se convirtió en un político activo de su partido. Fue a realizar un magíster y posterior doctorado en economía a Estados unidos. Se casó con una compañera de universidad y tiene dos hijos, un deportista y un vago de profesión, un “hijito de papá” como se suele decir. Aficionado a la buena mesa y a los viajes, a recorrido buena parte del mundo. Su vocación cívica lo hizo postular a un escaño en el parlamento el cual obtuvo gracias al inmenso apoyo de la clase popular, “su pueblo” como él dice. Vive en Reñaca y posee casas de veraneo en Pucón y Zapallar. Posee participación en algunas casas de estudio privadas y sostiene un colegio particular. Es miembro de...
-Pues el escaño del parlamento lo obtuvo gracias a dineros fiscales desviados y justificados con facturas fraudulentas ante el servicio de impuestos internos, y también se le acusa de desviar dineros a cuentas bancarias en las islas Caimán. Además tenía una empresa constructora la cual traspasó íntegramente a su cuñado. Por medio de su cargo político obtuvo la licitación para que esta empresa construyera más de dos mil estacionamientos en el lecho seco del estero Marga-marga. Los perjudicados directos fueron los feriantes y todos los comerciantes pequeños de los alrededores. ¿No les digo? ¡Si el tipo es un animal! Y los animales sólo entienden a golpes.
Me quedé pensando en el currículo del payaso de la silla. Era exactamente igual al mío. Era como si estuvieran leyendo mi propia vida.
-¿Qué no ha oído el currículo de mi cliente, señor juez? Le demostraré que no es ningún animal haciéndole un par de preguntas.
El abogado y el doctor se aproximaron hasta el payaso de la silla, quien permanecía tranquilo a lo que acaecía a su alrededor. El abogado se colocó frente a él, y comenzó a formular sus preguntas.
-Don Nadie. ¿Podría decirme usted quien fue Bernardo O'higgins?
-El padre de la patria.
Comenzó a sonar la misma música estúpida que nombré antes.
-Excelente ¿Qué les dije? Si es un genio.
El doctor y el juez no dijeron palabra alguna.
-Don Nadie-continuó el abogado- ¿Y podría explicarme algún teorema matemático importante?
-El segundo teorema fundamental del cálculo infinitesimal: La suma de los infinitos puntos de una trayectoria A- B en los que se evalúa una función Riemmann-integrable es igual a la integral de A a B de dicha función evaluada en el punto final menos la integral evaluada en el punto inicial, o sea, de B a A.
-Muy bien. ¿Y podría recitarme algún verso de Arthur Rimbaud?
El payaso se rascó la barbilla, luego alegó que no se sabía ninguno. El doctor se puso al lado del payaso y le dio unas palmadas en la cabeza.
-No decía yo, si este es un bruto. ¡Un bruto!
A decir verdad yo tampoco me sabía ninguno, nunca había leído nada de Rimbaud. Lo único que leía de verdad era el diario financiero, los periódicos y los proyectos de ley del congreso. Me sentí un ignorante, un tonto como decían. El abogado no se daba por vencido.
-No puede saberlo todo, eso es ilógico. Probemos ahora con el sentido común.
Los tres payasos volvieron a brincar y a tirar papelitos al compás de la música estúpida. Después, el abogado se colocó frente al payaso de la silla nuevamente.
-A ver Don Nadie. ¿Usted cree que es ético mover a la gente de su puesto de trabajo a otro sitio donde ese mismo trabajo no es sustentable con tal de poder llevar a cabo un negocio gigantesco?
-Bueno, siempre existen los mejores mecanismos para garantizar el bienestar de todos. Ustedes saben que en política nunca existen los perdedores, pero eso no significa que se tengan que detener el progreso y los cambios.
¡Eso mismo dije yo en alguna oportunidad! Ese payaso era un tremendo orador.
-No hace falta preguntar más, abogado. Este tipo es un idiota, no entiende nada de nada. ¡Hay que castigarlo como el animal que es!
-Ni la medicina tiene la cura contra la idiotez.
El abogado dio el caso por perdido. Agacho la cabeza en señal de derrota y metió las manos dentro de los bolsillos de su pantalón. Luego se dirigió al payaso de la silla.
-No me ayudaste en nada durante el juicio. Yo hice todo lo posible, así que de todas formas debes pagarme por haberte defendido.
El payaso de la silla lo miró fijamente. Luego metió la mano dentro del bolsillo de su pantalón y le entregó un cheque enorme.
-¡Cien millones de pesos! Yo te pedí un poco de humanidad a cambio. ¡Sinverguenza! Hay que castigarte por sinverguenza.
-¡Y por bruto!
-¡Y por animal!
Entre los tres tomaron al payaso y lo amarraron a uno de los soportes de la carpa del circo. El pobre hombre no opuso ninguna resistencia. El público ahora sonreía ¡Increíble! Yo sin embargo lloraba ¿Acaso me estaba volviendo demasiado sensible?
-Cómo pueden darse cuenta-hablaba el juez al público- aquí tenemos un animal de tomo y lomo. No conoce nada de la vida, todo lo resuelve con dinero, con mentiras, se hace el desentendido, mira hacia otro lado cuando se le requiere. Cree que todo en el mundo tiene un valor de mercado, busca sacar el máximo provecho económico de todo, incluso pisoteando al más desvalido. Es experto en pagar coimas, en golpearse el pecho pidiendo perdón por sus pecados. Siempre anda regalando falsas sonrisas y falsas palabras a quienes confían en él. No es ningún aporte para la humanidad. Quizás podamos enderezarlo con una buena paliza, si no, hay que eliminarlo.
-¡Traigan los látigos!-ordenó el abogado.
En el acto llegaron unos ayudantes con tres látigos bruñidos y terribles, uno para el juez, otro para el doctor y otro para el abogado. Los tres alzaron sus brazos dejando que las luces centellearan en el mango de sus armas y comenzaron a azotar despiadadamente al payaso amarrado al soporte. El payaso no se quejaba, no lloraba, y nadie de los espectadores articulaba palabra ante aquel vejamen feroz ¡Todos guardaban silencio! ¡Y sonreían! ¿Por qué no podía reclamar en contra de tanto acto inhumano y monstruoso?
Comencé a desesperarme. No podía seguir soportando un show tan cruel como el que se estaba exhibiendo. Tenía mis puños apretados, mis dientes rechinando, mis cabellos erizados, mi vista fija hacia el frente y temblaba de ira e impotencia. ¡Quería gritar! ¡Quería decirles que se detuvieran! ¿Por qué lo golpeaban? No lograba entender. No podía comprender un espectáculo así. ¡Los circos son para divertirse, no para barbaridades! Toda la hilaridad hasta ese momento se me escurrió como agua entre los dedos. El jolgorio que veía ahora era horrible, terrible, sacado de un pésimo guión de película de terror. En mi cuerpo no cundía más ira ni más consternación. De un salto me levanté de mi butaca y grité con todas mis fuerzas.
-¡Basta ya! ¿Qué se han creído tropa de salvajes? ¿Por qué castigan así a ese pobre hombre? Los acusaré de violación a los derechos humanos.
Todo se paralizó. Me quedaron mirando desconcertados el público, los payasos, el animador y el resto de los artistas que se asomaron desde atrás del telón. Nadie dijo una sola palabra durante un buen momento, tan sólo recibí miradas de desprecio e inquina. El juez, seguido de los otros payasos, del animador y del resto de los artistas fueron hasta el sector del público donde yo estaba.
-¡He aquí!-dijo el juez- ¡He aquí otro animal que no sabe seguir instrucciones! ¿No le dijeron que no podía decir una sola palabra?
-Si, me dijeron. Pero no entiendo por qué debo permanecer en silencio, y todos en silencio. ¡Un circo es para divertirse! ¡No para llorar!
-Pero si todos se están diviertiendo. ¿No lo notas acaso?
-¡Que diversión! Si toda la noche he visto llantos y monstruosidades.
-Tu no entiendes nada. ¿Sabes cúal es el nombre de este circo?
-No me interesa.
-El circo se llama Silencio ¿No te das cuenta? Mira mis ropas gastadas, mi estómago rugir de hambre, mis deudas, los abusos que he sufrido. Esta es la única forma que tenemos de sobrevivir ante los animales como tú. Y si no puedes seguir una regla tan sencilla como la que te dimos tendremos que castigarte.
-Los denunciaré por maltrato animal y violación de los derechos humanos. Se irán presos.
-¿Y crees que alguien va a apoyarte? Todos los que aquí vienen saben a lo que vienen, ¡Mira a tu alrededor!
En efecto. Todos tenían la boca cerrada, pero sonreían.
-¿Ves? Nadie dice nada, ¡Todos callan! Nunca se ha hablado dentro del circo.
-Pues demostraré que su circo es una carnicería.
Saqué mi iphone cinco y tomé con él unas cuantas fotografías.
-¿Es que aún no entiendes? Nadie hablará, nadie te creerá porque este circo te pertenece. Tu no quieres que esto se detenga. No te conviene.
Eso último que oí me desconcertó.
Otras voces comenzaron a hablar también.
-¡Detenerte debes ahora! ¡O lamentarlo después lo harás!
-No podemos consentir a este traidor a la patria. Necesita un castigo ejemplar ahora, ¡Vamos por él!
-¡Vamos!
Se arrojaron sobre mí todos los que estaban en la pista. Quise huir, pero el público mismo me detuvo. Me miraban con una mirada marchita, y con sus bocas silentes y sonrientes. Estaban de acuerdo con el espectáculo, lo toleraban agachando sus cabezas, sonriendo y no denunciando los hechos a la justicia. ¿En el fondo lo disfrutarían? ¿Sería por temor? ¿O por costumbre? No lo comprendía y creo que nunca lo comprenderé. Sólo tenía claro que aquello no estaba bien ¡Como pudieron darle permiso de funcionamiento a una arena romana como esa! Mi mente daba vueltas mientras intentaba liberarme. Pataleaba, repartía golpes de puño, gritaba, lloraba, pero mis vecinos del público me tenían firmemente sujeto entre los grilletes que formaban sus brazos. El tiempo se hacía eterno, quería despertar de ese sueño terrible y nefando, pero era la realidad. No podía hacer nada. Los artistas me tomaron con violencia y me llevaron al mismo soporte donde tenían amarrado al payaso de la silla. Extrañamente mientras más nos acercábamos éste se iba esfumando. Al llegar a su lado había desaparecido por completo, y las cuerdas con las que lo tenían sujeto quedaron tiradas en la pista.
-Sólo estamos siguiendo instrucciones, quien habla recibe castigo-dijo alguien en mi oído.
Tomaron las cuerdas del suelo y me amarraron al pilar. La niña de los patines, junto con el malabarista, trajeron el espejo del acto de ilusionismo del caracol y lo pusieron frente a mi. La sorpresa y el terror me paralizaron. Vestía de payaso, exactamente igual que el payaso de la silla. Era idéntico a él: las mismas facciones, la misma sonrisa, el mismo mentón ligeramente alzado. ¿En que momento me vistieron cómo él? Querían ridiculizarme; volverme loco.
-¿Que se siente mirar el reflejo de quien se es en verdad?-dijo el caracol.
-¡Imposible! Yo no soy ningún payaso.
-Usted es ese payaso. Siempre lo ha sido, era tiempo de que viera la realidad. ¡Esta es su realidad!
Me negaba a lo que el caracol me dijo. Yo no era ese payaso, no era ningún animal. ¿Cómo era posible que ese payaso fuera yo mismo? Trataban de hacerme enloquecer los muy infames. La angustia y la confusión hicieron saltar lágrimas de mis ojos.
-Don Nadie. Es condenado a la pena de ciento veinticinco azotes por haber permanecido cuarenta y ocho años ciego a la realidad y por no haber seguido instrucciones. Que esto sirva de ejemplo a todos los que obran como usted.
Comenzaron los azotes. Cada golpe laceraba mi carne como si fuera la hoja de un cuchillo. Cada latigazo hería lo más profundo de mi alma. Cada golpe me hacía entender lo crueles que podemos ser los seres humanos. Lloraba con la impotencia prisionera dentro de mi pecho. Un servidor público como yo era maltratado por quienes mismos había ayudado. Cada latigazo me hacía entender lo desagradecido del hombre y que su memoria es frágil. ¿Me merecía lo que me pasaba? ¿Me perecia ese trato despreciable? ¡Yo que consagré mi vida en ayuda de los demás! La gente olvida, la gente es falsa, la gente te ama un día y al siguiente te odia. Mis fuerzas fueron menguando con cada latigazo. Antes de desmayarme alcancé a ver y oír al público riendo a carcajadas.
PARTE TRES: Crustáceos del asfalto y de la mugre
Volví en si. Era el amanecer de no se que día. No tenía ni mi Iphone ni mis Hush puppies; seguramente los salvajes del circo me los quitaron para borrar las fotos que tomé y los zapatos para simular un asalto. Estaba con el torso desnudo y la espalda llena de heridas debido a los azotes. En el lugar donde había estado el circo no había más que automóviles estacionados y a lo lejos se oía el fluir del tráfico que pululaba las calles a esa hora. En forma brillante habían dejado todo impecable, sin rastro de su presencia. Traté de levantarme, pero las heridas hacían imposible mi incorporación. Caí desfallecido, lo intenté varias veces, pero en todas sólo conseguí desplomarme. Oí aproximarse unos pasos hasta mi lado.
-¿Qué hace aquí, señor?- preguntó una voz.
Me di vuelta. Eran dos carabineros muy jóvenes, posiblemente recién salidos de la escuela. Me ayudaron a levantarme.
-¿Estuvo buena la fiesta anoche, no? ¿Estuvo en una pelea? Por poco lo matan, mire como está. Creo que debemos llevarlo al hospital.
Era mi oportunidad para contar mi historia. Me puse ansioso, no quise esperar ni un segundo más.
-¡Fui víctima de una tortura! En este sitio funcionaba un circo en el que se cometían toda clase de vejamenes y crímenes. De seguro lo vieron alguna vez.
-¿Qué circo?
-¡El circo pues, hombre! ¡El que estaba aquí! !Aquí mismo!
-Señor, la temporada de circos terminó hace tiempo.
-¡Pero si estuvo aquí!- alegaba con mis pocas fuerzas- ahora mismo se los demostraré.
Busqué dentro del bolsillo de mi pantalón la invitación del circo. No la encontré.
-Usted fue víctima de un asalto probablemente, lo llevaremos al hospital a constatar lesiones y luego a la comisaría para que declare exactamente lo que sucedió.
-Nadie me ha asaltado, ¡nadie! Aquí fui torturado dentro de un circo de mala muerte lleno de monstruos y salvajes.
Miré fijamente a los carabineros, sus facciones, sus detalles. Entonces una revelación gigantesca se me hizo presente. ¡Esos carabineros habían estado en el circo! ¡Eran los sujetos del público que me sujetaron para que no huyera! ¡Increíble!
-¡Ustedes estaban en el circo conmigo! No lo pueden negar ¡Ustedes me sujetaron para que no huyera!
-Señor, usted esta muy mal. Le vuelvo a repetir: aquí no ha habido un circo desde el verano y nosotros jamás hemos asistido a uno que haya llegado a la región.
-¡Ustedes fueron! Tendrán que responder por sus actos, policías de mierda ¡Haré que los echen de la institución por abuso de autoridad!
-Es mejor que lo llevemos al hospital. Usted no está en condiciones de andar por la calle.
-¿No saben quien soy acaso?
-No.
-¡Soy el diputado García!
-¿Y quien es ese diputado?
-El más querido de la ciudad de Viña del mar ¡Cómo es posible esta falta de cultura!
-El diputado por Viña es de apellido Fernández, y ayer estuvo inaugurando los nuevos estacionamientos.
Esos policías trataban de confundirme. Las amenazas hechas por el payaso vestido de juez eran ciertas. Afuera nadie hablaba del circo, ni de los hechos que ocurrían dentro de él.
-No me llevarán a ninguna parte ¿Lo oyeron?
-No es cosa que quiera o no. Es nuestro deber.
Me arrastraron subiendo por un costado del estero hasta la furgoneta y me colocaron en la parte de atrás, aislado de ellos. Seguí gritando, pataleando y maldiciendo por todo el camino, pero ninguno de ellos volvió a dirigirme la palabra. Y en el hospital lo mismo; reconocí a varios. Muchos de los enfermeros y enfermeras eran gente que había estado en el circo conmigo esa noche, pero cuando los desenmascaraba guardaban silencio, ¡otra vez se callaban! ¡Se hacían los que nada sabían! ¡Sonreían los cínicos! Deseaba salir pronto de ese nido de ratas e irme a casa, a olvidar. ¿Para que seguir insistiendo? Nadie me creía, nadie quería creerme, o fingían no creerme. Se cubrían las espaldas entre ellos, todos eran parte de ese circo, no había una sola persona honesta en la que pudiera confiar. Nadie me tendía la mano. Volví a la carga: hice un escándalo como nunca antes en mi vida, exigí ver a mi abogado, llamar a mis amigos del congreso, quise fugarme, pero sólo conseguí que me sedaran. No supe que pasó conmigo desde ese día...
PARTE CUATRO: Esperando en vano
Despierto. Observo con calma el techo de mi habitación y la soledad gigante en la que estoy inmerso. No tengo un solo compañero de cuarto con quien hablar, me tienen aislado del mundo. Tampoco se pasean médicos por mi habitación ni enfermeras que me alimenten, bueno, como a través de sondas, pero nadie aparece para hacerme un chequeo o algo así. No tengo noticias de mi familia. Estoy solo. Completamente solo.
Miro el velador que tengo a mi lado izquierdo: mi billetera y mi Iphone están encima. Se escucha como un fantasma algo de una banda llamada Radiohead, la canción dice “Ambition makes you look pretty ugly, Kicking and squealing Gucci little piggy, You don’t remember, you don’t remember, Why don’t you remember my name?”. A los pies de mi cama está mi ropa y entre la billetera la invitación del circo ¿Cómo llegó hasta ahí? Antes nunca pude hallarla. En la parte de atrás del boleto hay una nota que dice “¿Qué se siente mirar el reflejo de quien se es en verdad? El circo nunca terminará”. Aprieto los dientes por la ofuscación y me incorporo de la cama con la intención de fugarme. Al ponerme de pie veo un sombrero negro, muy ancho y percudido, colgando en medio de la pared que está a la derecha de mi cama.
Comienzo a llorar de la forma más amarga que se pueda imaginar, la más amarga. Lloro hasta que no me quedan lágrimas ¿Por qué me hacen esto? ¿Quieren volverme loco? ¿Por qué no me dicen la verdad de una vez? ¿Por qué guardan silencio?
Nadie me oye. Todos callan.
PRIMER Y ÚLTIMO VIAJE
En estos momentos estoy en Estocolmo, Suecia. Me preparo para el único y último viaje de mi vida ¿Por qué? Porque esa es la vida que me tocó vivir y que disfruto con goce. Nací como un relámpago y debo morir como tal. Lo acepto, lo acepto sin cuestionamiento alguno. Tengo la certeza absoluta de que mi muerte servirá a alguien más. La naturaleza, la vida, el destino, Dios…quien sea ha creado un mundo donde todo se retroalimenta en un bucle de equilibrio delicado. Y yo soy naturaleza, yo soy destino, yo soy mensaje, yo soy comunicación. Soy una forma de vida.
Preparo mi equipaje. Bueno, no tengo necesidad de nada porque todo lo que necesito está en mí. Tengo mi inteligencia, mis conocimientos, el mapa con la ruta a seguir. No necesito ninguna clase de vehículo, iré por el aire. Si, por el aire. Atravesaré el cielo inmenso sin otra locomoción que mi propio impulso. Observaré desde donde esté la grandeza de la elipse donde habita la humanidad. Intercambiaré mi experiencia con otros que vuelan por el aire como yo. Bajaré, subiré, iré al este, al oeste, me perderé, me encontraré, seré yo, seré nada, seré todo. Este viaje es absoluto, este viaje es definitivo; y todos los secretos, todas las rutas del mundo seguiré. Cuando el viaje concluya habré cumplido mi misión; y al atravesar el último túnel, el último camino, perderé mi vida. Y alguien se beneficiará de mi viaje.
El momento ha llegado. Observo el inicio del camino: un caleidoscópico juego de puntos de luces, de oscuridad, de misterio. Simplemente espero. Espero a que se de la orden de partida. Esa orden llega rápida como el pensamiento y brillante como la lejana Sirio. Tomo el impulso adecuado, me arrojo. Vuelo…
El mundo pasa atravesando mi camino. Soy el dueño de todo lo que me rodea. Recorro millones de planos, de espacios, aprendo, leo. Quisiera detenerme en uno de ellos, pero no puedo dejar el camino, no puedo. Se me requiere, se me necesita, se necesita que yo muera. ¿Cómo negarse a un sacrificio así ante la gloria de la agonía? El misterio de las culturas antiguas, los grandes teoremas matemáticos, los últimos descubrimientos de la física, paisajes inconmensurables de selva, de montañas, de mares. Observo de cerca cada una de las estrellas, los planetas. Entiendo las distintas ramas de la inteligencia, sin detenerme, sin claudicar, sin dejar de avanzar. Se que moriré después de esta agonía, pero moriré fundiéndome con los secretos del discernimiento.
Veo el final del camino, que como un punto de luz se acerca a mi cuerpo fragmentado. Tan sólo me queda mi espíritu, lo último. Se que me queda poco, se que mi fin no será inútil, se que alguien recibirá de mí lo que requiere. Entonces ya no queda nada, me apronto, agrupo mis fragmentos, cierro mis ojos. Digo adiós…
**************************************************
Conexión establecida. Resultado de la conexión: en treinta y dos milisegundos, 220 paquetes transmitidos, 220 recibidos, cero por ciento de pérdida.
-¡Alo Ivonne! ¿Cómo has estado hija?... me alegro de saber que todo anda bien allá en Suecia…si, yo creo que el próximo mes te iré a ver… ¿Qué por que no llamo? Tú sabes que la llamada es cara, y no siempre la llamada entra…si ya te dije hija, lo prometo. Te iré a ver, no te preocupes. Ya hija, te dejo, cuídate mucho. Un beso.
Transmisión finalizada.
NI ARRIBA NI ABAJO
Hasta cuando uno tiene en abundancia,
su vida no resulta de las cosas que posee (Lucas 12:15)
El que esté cavando un hoyo, él mismo caerá directamente en él
Y al que esté rompiendo a través de un muro de piedra
una serpiente lo morderá (Eclesiastés 10:8)
Cuando era alumno de la carrera de licenciatura en historia y geografía, leí la Historia de Chile de principio a fin de Alejandro Concha Cruz y Julio Maltés Cortés, edición del año 1998. En la página 194 de dicha obra se lee: “en Valparaíso, ocho padres logran fugarse y cinco quedan en el país por enfermedad”; dicha afirmación se refiere a la expulsión de los padres jesuitas de Chile el día 26 de agosto de 1767. Leyendo otros volúmenes al respecto, como por ejemplo El impacto de la expulsión de los jesuitas en Chile y Perú de Eduardo Caviedes, Guillermo Bravo, Hernán Cortés, Aldo Yávar y Dina Escobar, nada se dice acerca de esta fuga, y por cierto, el libro no escatima en detalles exactos y fidedignos (incluso entrega una lista con los nombres de los padres expulsados) sobre el operativo de la expulsión. El asunto me pareció en sí, muy intrincado; me pregunté entonces ¿Qué ocurrió con estos padres fugados? ¿Quiénes eran? ¿Existieron realmente?
La respuesta a estas interrogantes llegaría, en forma muy azarosa debo decir, de un inveterado borrador, original pareciera ser, del Compendio de historia geográfica, natural y civil de Chile de Juan Ignacio Molina González (El Abate Molina).
Este borrador, escrito íntegramente en español, a diferencia de la publicación del mismo en italiano, contiene un relato que entrega una luz insospechada acerca de que ocurrió el día de la expulsión de estos sacerdotes en la ciudad nerudiana de Valparaíso. Aquí les presento el relato en cuestión, el mismo, sin que se explique la razón de tan despreciable atrocidad a la historia (quizá porque el autor no es el Abate Molina), no aparece en la edición definitiva en italiano ni en las posteriores.
“Padre Urízar- decía el padre Joaquín Méndez- Al parecer todo lo que rumorea la población es cierto, todo este movimiento es contra nosotros, que el ataque portugués a Río Grande es sólo una excusa. He oído que han cerrado los pasos cordilleranos, que han llegado ciento treinta soldados de la compañía de los dragones y que cada colegio y cada casa de residencia nuestros se hayan cercadas y vigiladas desde un perímetro secreto.
Lo se muy bien- respondió el padre Urízar- y lo se desde hace muchos días, es por eso que ya he realizado algunas gestiones. He mandado a buscar a nuestros hermanos del colegio San Martín de la concha en Quillota y he hecho enterrar nuestras riquezas principales en un sitio seguro, lejos de las manos del rey de España.
El gobernador, hombre débil y de corazón tibio, muy a su pesar, estaba obligado a ser implacable, a cumplir el decreto real sin miramientos. El padre Urízar tenía un contacto dentro del gobierno, se trataba del arquitecto Joseph Linderos, quien, entre otras obras en las que participó, estuvo en la construcción de los tajamares del río Mapocho en Santiago. Era un agradecido de la obra de los padres jesuitas; “a ellos debo todo lo que soy- decía con afable honestidad- y prefiero morir que verlos encadenados y prisioneros”. Al enterarse de los acontecimientos Linderos prometió que, antes que declinara el sol de ese día, y antes que los dragones cayeran, estaría en la casa de residencia de Valparaíso y pondría a salvo a todos los jesuitas de la región.
No obstante el crepúsculo llegó, luego la noche infame y Joseph Linderos no aparecía, ni tampoco el resto de los sacerdotes que venían desde Quillota.
A las doce y quince minutos tres golpes rudos a la puerta rompieron la tranquilidad de la casa de residencia. Se trataba de Linderos, jadeante y con la tez brillante de sudor, quien entró rápidamente a la casa sin decir una sola palabra. En los rostros de los futuros fugitivos se dibujó una sonrisa casi abyecta.
-Ya está urdido el escape, padre- dijo Linderos sacudiéndose las escamas de invierno del traje- debemos partir de inmediato.
-Aún no han llegado nuestros hermanos de Quillota.
-¿Cómo? ¿Aún no han llegado? No tenemos mucho tiempo.
-Señor Linderos- dijo el padre Díaz Cuadra- explique su plan, por favor, mientras la espera y el silencio hacen su trabajo.
-Tiene razón, padre.
Hace más de cien años- decía Joseph - por orden secreta del virrey, en las ciudades principales del reino se construyó una red de túneles subterráneos con el fin de servir de escape a las autoridades principales en caso de desastres naturales, o alzamientos araucanos. Cada entrada, sigilosamente resguardada, conduce a una división de cinco caminos, y en la entrada de cada uno de estos cinco caminos posibles, se indica un código compuesto por un par de números que pueden ser ceros o unos. El código lleva implícita la ruta a seguir, y es imposible salir de la red de vericuetos si no se conoce el código correcto; se corre el riesgo de emerger en otro lugar, o peor aún, nunca más volver a ver la luz.
-¿Cómo es posible que ninguno de nosotros conozca la existencia de estos recovecos subterráneos?
-Es uno de los secretos reales mejor guardados, perdería su finalidad si gente ajena al gobierno la conociera; sin embargo, traicionaré al rey por vosotros y les daré la libertad con este código. ¡Yo soy el funcionario real encargado de mantener el secreto a salvo!
-Explíquenos el código, por favor.
Un viento gélido y amenazador empañaba de hojas la techumbre de la casa. Joseph solicitó una pluma y una hoja de papel para explicar la forma correcta de descifrar el algoritmo.
-Antes que nada- debo deciros- que este código fue especialmente diseñado por mi para vosotros. De acuerdo a lo platicado con el padre Urízar, os llevaré hasta cerro Barón usando los túneles, allí no correréis ningún peligro. En ese sitio he dispuesto carruajes ocultos de las tropas del rey, que les conducirán hasta una residencia en los campos del sur, cerca de territorio araucano, en donde admirablemente hermanos vuestros realizan misiones. Allí podréis permanecer en paz hasta que el peligro que les amenaza desaparezca. Vuestras pertenencias las remitiré hasta allá, luego de un par de semanas, para no levantar suspicacias.
Los sacerdotes se miraban unos a otros, llenos de una feliz incredulidad.
-Ahora les explicaré el código- continuó Joseph- la secuencia numérica formada por el par numérico de cada camino se lee de izquierda a derecha, y de los cinco posibles debéis elegir siempre el que tenga un uno a la izquierda. En caso de encontrar dos caminos con un uno a la izquierda tenéis que optar por el camino que esté más a la derecha, si son tres caminos elegid el que esté al medio, si son cuatro seguid el de más a la izquierda, si son cinco caminos penetrad el de más a la derecha. Hay que descartar cualquier camino que tenga sólo ceros o unos a la derecha de cualquier par numérico.
-Amigo Joseph, la verdad es que no nos sentimos capaces de seguir tales instrucciones por nosotros mismos. Nuestras almas están trémulas ante el peligro que nos amenaza.
Joseph se quedó pensativo un momento, luego respondió.
-No os preocupéis, yo mismo les conduciré, pero debemos marchar ahora; son las dos de la madrugada y he oído que la guardia real irrumpirá simultáneamente por todo el reino a eso de las tres.
-¿Y nuestros otros hermanos?
-Lo siento mucho, pero no podemos esperarlos más.
-Yo me encargo- dijo el padre Joaquín Méndez, el único que no estuvo muy atento a la explicación (cada sonido de la puerta lo hacía voltear la cabeza)- dejaré una nota con instrucciones, estoy seguro de que las entenderán. Entre ellos está el hermano Lorenzo Valdivieso, hábil en las ciencias matemáticas, físicas y en resolver acertijos.
Así lo hicieron. Joseph indicó el sitio de entrada a los senderos soterrados al padre Méndez; éste a su vez dibujó en una hoja, a modo de resumen, el siguiente triángulo:
IX
IX IX
IX IX IX
IX IX IX IX
IX IX IX IX IX
Reemplazó deliberadamente los unos y los ceros por “I” y “X” respectivamente (para hacer difícil la interpretación en caso que fuera hallado por soldados primeramente), y destacó en negro el camino correcto a seguir en todas las alternativas posibles. En otro papel dibujó un símbolo clerical (propio e íntimo de ellos), el cual indicaba en forma precisa el sitio de entrada a los pasadizos. Dejó el padre Méndez ambas hojas sobre una mesa, y sin esperar más tiempo, Joseph Linderos apiñó al grupo de seis sacerdotes dentro de su propio carruaje y los arreó bajo la neblinosa noche porteña.
En medio de un silencio perfecto, interrumpido solamente por el rechinar del carruaje y por el sonido seco de las herraduras en los adoquines, Joseph llevó a los sacerdotes cerca de la iglesia La Matriz. Bajaron cobardemente del carruaje, y galoparon incólumes a una de las residencias que a esa hora dormía. Con felina lentitud entraron y atravesaron los salones hasta desembocar en la habitación más recóndita. En el interior no había nadie, tan sólo unos cuantos libros, entre ellos Método para resolver máximos y mínimos de Gotffried Leibniz. Bajo la alfombra de la habitación, una gigantesca y blanquecina loza cubría la entrada a un agujero. Joseph, ayudado por el padre Urízar, movió esta piedra rectangular y luego, por medio de señas, asuzó al resto de los sacerdotes a acercarse.
-Una cosa más- decía Joseph en modo de advertencia- sea lo que sea que veáis allá abajo jamás dejéis de avanzar ¿Lo prometéis?
Los padres asintieron severamente con la cabeza.
-Pues bien, vámonos ahora.
Antes de descender el padre Méndez plasmó en la loza el símbolo → ħM ħ, el mismo que rayó en la hoja de papel que dejó para el resto de los hermanos; después, se arrojó velozmente al agujero; tal como lo hicieron los otros curas. Ninguno de ellos, ni siquiera el padre Méndez, advirtió la escalera que burlesca se sumergía en la oscuridad, por lo que la caída estuvo muy lejos de ser sutil. Joseph, quien esperó a que bajaran los padres primero, tomó una lámpara de aceite que colgaba de una de las paredes y la encendió, luego descendió tranquilo por esta escalera ignorada. Abajo lo esperaban los sacerdotes, un poco magullados por la caída atroz.
-Seguidme- ordenó.
El pasadizo era estrecho y fétido de humedad, borrado de luz y amparado en la total lobreguez. Sus paredes eran de piedras lustrosas, y brillaban al ser tocadas por la luz de la lámpara. El camino era culebrino, sinuoso, inviolado por seres humanos, azorado por desniveles y salientes; algunas veces descendía casi en pendiente infinita, en otras subía como el humo de un brasero. Algunos hilos de agua cantaban al tocar el suelo, este canto era agudo e íntimo, amplificado por la complicidad del silencio. El andar derivó en fatigas multiformes y en temores evidentemente lógicos; tres de los padres sacaron sus crucifijos y oraron entonces por el éxito del escape. Aturdidos por la invariabilidad de la ruta y por el obvio instinto de conservación no se percataron del arribo a la primera parada. La música del agua seguía sonando por entre las fisuras del suelo.
-Aquí debemos dilucidar el camino a seguir.
Joseph levantó la lámpara e iluminó la entrada de cada uno de los cinco senderos posibles. Recorriendo de izquierda a derecha, tal como él lo indicó con anterioridad, se leía la siguiente secuencia de números.
10 01 01 00 00
-Debemos seguir por el camino número uno- concluyó Joseph- es el único que tiene un uno a la izquierda.
El grupo de fugitivos asintió con la cabeza y se internó en el húmedo sendero. Aquí el camino se tornaba diferente, las paredes fulguraban con el color de las arenas y en varios tramos éstas tenían textos escritos; más adelante, incluso, no era necesaria la luz de la lámpara. El padre Méndez se detuvo ante uno de estos textos, leyó: nos sentamos, yo y él, en medio de una biblioteca circular, conocimos al rey decadente y profanamos su estirpe con nuestra sangre. Luego de eso pudimos terminar de pintar”. Otra inscripción decía: no perdáis tiempo con juicios insensatos, sin embargo, se mueve”. Los padres se extrañaron ante aquellas frases sibilinas, pero no se detuvieron a discernir sobre el asunto. Varios metros más adelante vieron con impresión copiosa la imagen más aterradora de sus vidas hasta ese instante; una mano alba y enorme levitaba en el aire rubricando con su dedo índice, usando letras doradas y espeluznantes, la piel de una pared con la inextricable oración: tres barquichuelos dieron al rey de España el dominio del nuevo mundo, pues éstas cuatro tablas van a quitárselo. Cayeron entonces de rodillas, poseídos por un lívido temor, juntaron sus manos en señal de penitencia y declamaron con una tartamudez fulminante alabanzas y súplicas al cielo.
-¡Dios! Nos ocurre lo mismo que a Daniel entre los leones- exclamó el padre Urízar.
-¡No prestéis atención!- gritó Joseph- No es más que una ilusión creada para confundir, es parte de éstos túneles subterráneos. Recordad cuál es el objetivo de nuestra empresa.
Con una voluntad casi forzada los padres atendieron las palabras de Joseph y pasaron como espectros al lado de la mano que continuaba plasmando letras en la pared. El camino volvió a tornarse oscuro e indescifrable; avanzaron alrededor de cien pasos ciegos, tanteando las murallas con las manos para no perder el rumbo, hasta emerger a otra división en cinco caminos.
10 01 00 10 01
-¿Y bien?- preguntó Joseph.
-El camino a seguir es el número cuatro. Ante dos rutas con un uno en la izquierda de su respectivo par numérico debemos elegir la ruta que esté a la derecha- Respondió el padre Urízar.
Joseph miró sonriente a los curas y se internó por el sendero. Este recoveco era aún más enigmático que el primero. Las murallas lucían exornadas por diversas pinturas y grabados, de todos los estilos y tamaños posibles. Era un acervo luminoso y clandestino de maravillas que jamás vieron la luz, un ejército sublime de imágenes difamadas y olvidadas, una poesía a lo desconocido; tal vez fueron hechas prisioneras ahí por voluntad de un alma despreciable. Los padres al ver la convergencia de tanta fantasía perdieron el aliento y quedaron inmóviles, estupefactos. Sus ganas de libertad se fueron diluyendo con rapidez, se sentaron en el frío y pétreo suelo sin despegar la mirada de las murallas, absortos, fuera de si mismos. Joseph al verlos detuvo su marcha y volvió a rescatarlos de aquella hermosura.
-¡De prisa! Debemos continuar. No miréis las pinturas, por el amor de Dios.
Era inútil, cada padre permanecía inmóvil y frío como un desdén. Linderos se percató que si no actuaba rápido los perdería para siempre. Se sacó su capa y la hizo jirones, con los listones de tela obtenidos se aproximó como un pensamiento a ellos y vendó sus ojos; después, volvió a increparlos.
-¡¿Qué esperáis?! Sigamos, o nunca saldremos de aquí.
Los padres reaccionaron abruptamente. Algo emborrachados se pusieron de pie; como no distinguían nada chocaban torpemente contra las murallas y contra ellos mismos. Joseph tomó la mano del padre Urízar e instó al resto a tomarse de la misma manera y formar una fila. De este modo tan ridículo lograron abandonar el recoveco y emerger a una tercera serie numérica, sólo entonces Joseph permitió que los padres se despojaran de las vendas.
00 00 10 01 10
Tomaron el camino número cinco. Este camino era mínimo, estrecho y blanco como la inocencia. Una sensación increíblemente parecida a la inconsciencia los embargó. Era un espacio único e insondable, atemporal, apartado de la jurisdicción de la razón. En este recoveco inefable y hermético no existía un arriba ni un abajo; era el pasadizo del caos, desprovisto de toda congruencia espacial. Cada paso que daban era inescrutable, inextensible a la realidad, insensible a la voluntad propia. Aquel camino era una patria del silencio, un condado del olvido, un protectorado del sueño eterno y de la ausencia, un ciclo sin fin en donde el fin era idéntico al principio. Los sacerdotes creyeron que estaban en el limbo, muertos como un sol de noche, camino al purgatorio.
-No temaís- les infundía valor Joseph- rezad, recordad que el Todopoderoso se encuentra con vosotros.
La aparente muerte acoquinaba más y más a los curas. Algunas veces este camino parecía girar en redondo, en otras, digamos que mutaba en infames ensoñaciones. Más allá se observaba como si el sendero convergiera a su fin, pero luego se descomponía en cientos de caminos posibles. Joseph comprendió que no podían apartarse del camino primero, y apremió a los sacerdotes a avanzar solamente en línea recta por toda aquella incomprensión, aunque Dios mismo los abandonara. Cuando al fin lograron emerger a la cuarta división de cinco caminos, los padres se arrodillaron y besaron el lecho de piedras grises que conocían agradeciendo a Jesús por permitirles aún continuar a salvo.
Joseph Linderos levantó la lámpara y leyó la siguiente secuencia de números.
11 00 00 11 10
Se internaron por el camino número cuatro. La voluntad inquebrantable y casi divina de los curas sufrió entonces su prueba más atroz. Apenas dados unos pasos por el interior del recoveco observaron que las paredes, el piso y el techo estaban tapizados de espejos. Estos espejos eran de todos los tamaños, todas las graduaciones ópticas y todas las formas conocidas. Los reflejos que emitían eran heterogéneos, básicamente opacos, quizás aterradores. Las piernas de los curas languidecieron ante estos reflejos abominables, sus barbillas castañeaban por el miedo y tres de ellos se sentaron sobre uno de estos espejos y gimieron. Esta vez Joseph no intervino, mas bien parecía disfrutar del espectáculo miserable que acaecía frente a él, con abrumadora frialdad.
-Lo peor está por venir- dijo con una voz atiborrada de inquina.
Los reflejos prisioneros de cada cura dentro de los espejos comenzaron a brillar con audacia y, para horror de ellos, abandonaron sus cárceles de cristal y quedaron ahí, estáticos y desdeñables, en medio del corredor. Con rostro inexpresivo cada reflejo rodeó a su dueño; los ojos de estas ilusiones adolecían completamente de brillo, de gracia y de bondad, eran poseedores de la maldad más tortuosa. Varios reflejos dejaron florecer sonrisas macabras en sus rostros oscuros, otros entrelazaban sus manos con soberbia, uno incluso tuvo la osadía de desnudarse. El padre Urízar, amilanado y consternado, gritó de la forma más escandalosa que pueda existir.
-¡No les prestéis atención!- gritó Joseph desde el final del camino- son sólo reflejos inmundos que se adueñan de vuestros miedos más ocultos.
El padre Díaz Cuadra volvió en sí al oír la advertencia briosa, pero al mismo tiempo otra orden llena de detestable autoridad lo congeló.
-¡No os mováis de acá! Dios quiere que os conozcáis.
La orden venía del mismo Joseph, sin embargo, ya no se encontraba al final del camino, si no que en medio de los otros reflejos. El padre Díaz Cuadra comprendió entonces que ese ser abyecto que estaba con ellos, desmadejando sus almas, era el reflejo de Joseph, y que su único propósito era retenerlos ahí por medio de fantasías horripilantes y palabras lacerantes. Fugazmente el padre se alejó del grupo y pudo ver al verdadero Joseph, expectante y abrumado, azuzándolos desde el final del sendero.
-¡Debed venir ahora! yo no puedo regresar.
El padre Díaz Cuadra abofeteó a sus hermanos y les ordenó severamente que corrieran sin prestar atención a los reflejos. Llenos de una renovada fe cerraron sus ojos y corrieron como quien apuesta su destino, como quien desprecia a la muerte. Un nuevo reflejo emergía de cada espejo frente al que pasaban, y se convertía en un nuevo perseguidor, mas ellos nunca se detuvieron. Y cuando la forzada ceguera amenazaba con diluir en ella sus esperanzas, una luz penetró sus párpados y les indicó el pronto fin del camino. Los padres dieron entonces un grito lleno de alegría y corrieron aún más veloces hasta emerger a la salida.
00 10 11 10 11
Con marcada decepción (erradamente pensaron que la luz que percibieron era el fin de los túneles) se internaron por el sendero número dos. Este nuevo camino se sumergía en una lobreguez total, era tal la magnitud de ella que la lámpara de Joseph no iluminaba un ápice de tinieblas. Caminaban a tientas. Se tomaron de las manos para no perderse y fortalecer su fe. La oscuridad engañaba con perversidad, y se burlaba de sus temores e incertidumbre. La noción del tiempo se distorsionaba, era imposible distinguir la diferencia entre un segundo taciturno y un día insufrible. Joseph atravesaba guiándolos por la selva oscura con determinación, siempre al frente como en toda la travesía, como un pastor que apacenta a sus ovejas. Aquél hombre era un ser imperturbable, prudente y animoso, sabio en su proceder y actuar, y fue el primero en exhibir una alacridad triunfal cuando fueron rumiados por las profundidades, finalmente, al verdadero término de los senderos.
-¡Es la salida! ¡Vedla, mis amigos!
Los sacerdotes rompieron en una lunática estampida hacia la escalera que ascendía enhiesta hasta la libertad. Joseph se adelantó y subió el primero, rompió las trancas herrumbradas que sujetaban la escotilla, y pujando como arroyo entre las piedras hizo crujir las maderas hasta que cedieron. Con calma levantó la estructura y brotó del subsuelo. Los padres, envueltos por una espera que se hacía abyecta, permanecieron impávidos esperando alguna orden. Cinco minutos transcurrieron antes que la voz de Joseph se dejara oír nítida y cargada de exaltación.
-¡Todo resultó como esperaba!- dijo- subid sin temor.
Uno a uno los padres subieron. Se vieron en medio de una casa de adobe, rodeada de la más absoluta soledad. Se abrazaron con alegría, algunos lloraron, otros recordaron a los ocho hermanos que seguramente venían en camino y se sentaron expectantes a esperarlos. Joseph caminó hasta la puerta de calle, dejó la lámpara a un costado y se apoyó en ella de espaldas, afligido por un aparente cansancio. Miró al padre Urízar con saña incomprensible y luego dio tres taconazos furibundos a la puerta. Al hacerlo la puerta se abrió, y entraron tres dragones y cinco miembros de la guardia real con las armas desnudas mirando a los desconcertados fugitivos con sarcástico triunfo.
-¡Nos ha engañado!- rugió con rabia triste el padre Méndez.
-Muy buen trabajo, padre Joseph- dijo uno de los dragones- vuestra orden religiosa será muy bien considerada por el rey.
-Aún vienen ocho jesuitas más en camino, más catorce novicios. Os sugiero permanecer aquí y esperadles, oficial.
-¿Por qué nos ha hecho esto? ¿Que le hicimos, Joseph?- preguntó el padre Urízar desgarrado por la tristeza y la evidente traición.
-A vosotros les debo todo lo que soy- respondía el padre Joseph con feliz vileza y mirando a los atemorizados jesuitas- su orden de opulencia redujo a la miseria a mis hermanos. El pueblo nos niega su confianza, el comercio nos cierra sus puertas, nuestros colegios se hunden en el fracaso y nuestros conventos se cubren de polvo y desdén. Pero hoy Dios ha hablado, Dios castiga a los impíos y codiciosos; recordad sus palabras: “Dejad de acumular para sí tesoros sobre la tierra, donde la polilla y el moho consumen, y donde ladrones entran por fuerza y hurtan (Mateo 6:19)”. Ahora mis amigos, cosechad lo que habéis sembrado.
Dichas estas palabras por Joseph los dragones encadenaron a los sacerdotes y los arrearon a las tinieblas.”
Obviando las imágenes descabelladas y la amalgama perfecta de ficciones de este relato intuí que “los ocho jesuitas que vienen en camino” son estos jesuitas perdidos entre los azares de la historia, los ocho que lograron fugarse según Concha y Maltés. Revisé con cuidado la lista de sacerdotes expulsados de Chile en El impacto de la expulsión de los jesuitas en Chile y Perú y pude constatar que los nombres de Urízar, Méndez y Díaz Cuadra pertenecen a este registro, por lo que se trata de un hecho real. Ahora bien, si me remito estrictamente al relato vislumbro con algo de ambición, con un poco de soberbia tal vez, que estos ocho sacerdotes si ingresaron a la red de túneles subterráneos en Valparaíso, pero no pudieron descifrar el código traidor del padre Joseph. Lo que afirmo entonces es que debajo del subsuelo porteño hay ocho cadáveres de sacerdotes jesuitas sin haber recibido cristiana sepultura, sólo por intentar escapar del decreto arbitrario del rey Carlos III. Esta red de túneles efectivamente existe; es un secreto a voces, se sabe que se puede acceder a ella desde puntos cuidadosamente solapados repartidos por todo Valparaíso. Sin ir más allá, el escritor Roberto Ampuero en su novela La otra mujer describe perfectamente esta red de túneles en parte de esta obra. Hay otros dos misterios aún más inextricables respecto a este octeto de cadáveres sin luz ni nación: el nombre de otro sacerdote, Lorenzo Valdivieso, que no aparece en los registros como expulsado y la naturaleza del código usado por el padre Joseph para guiar a los sacerdotes entre los túneles. Lamentablemente, mis conocimientos sobre el mundo de los números es tan vasto como el océano que puede formar una sola gota de lluvia; por suerte tengo un amigo matemático llamado Fernando Jorquera, a quien comenté mis inquietudes. Fernando me prometió, con suave altanería, que en siete días resolvería el acertijo del código por mí.
Mientras mi amigo erudito de los números descifraba el enigma yo seguí investigando acerca de estos ocho sacerdotes. Según el relato, el padre Lorenzo Valdivieso profesaba las ciencias matemáticas y la física. Como supuse, no existe un solo registro jesuita que lo evoque, ni ningún documento que tan siquiera lo mencione. Ante este fracaso rotundo mi espíritu investigador empezó a mermar dando paso a una dolorosa lógica, quien me decía con alevosía que el misterio se trataba de una ficción falaz. Inmerso en tan pérfidas cavilaciones me llamo mi amigo por teléfono, preso de una alteración alegre poco común en él. Cuando al fin terminó con sus muestras rebosantes de efusividad pudo decirme lo único coherente de nuestra conversación.
-¡Tienes que saber esto! Voy para allá ahora mismo.
Llegó en veinticinco minutos. Su rostro estaba contraído de alucinada emoción y sus ojos parecían los de una lechuza. No esperó a que le dijera “pasa”, entró como si fuera amo y señor. Se sentó poseído por una calma loca en el sofá y sacó de sus bolsillos, con manos trémulas, una serie de papeles corrugados y con escandalosa ansiedad empezó a explicar el descubrimiento desenmarañado.
“Al principio me costó muchas arrugas en la frente entender la naturaleza del mensaje- decía- porque a simple vista las filas de pares numéricos solamente parecían ser filas de pares numéricos. Se me ocurrió, en una idea extremadamente brillante, agrupar las filas de los caminos una a continuación de la otra, como puedes ver aquí”.
Fernando separó uno de los papeles corrugados que portaba y dejó que viera algo más incomprensible para mi de lo que ya eran los números por si mismos.
10 01 01 00 00
10 01 00 10 01
00 00 10 01 10
11 00 00 11 10
00 10 11 10 11
“Tal como ves- prosiguió- marqué con negro cada uno de los caminos que siguieron los sacerdotes; sin embargo, no conseguí dilucidar nada, los números estaban tan mudos como al principio. Estuve tres días tratando de desenredar la clave esquiva del asunto. Busqué las series numéricas más conocidas, pensé que eran los coeficientes de algún polinomio, como el de Tchevishev, la desviación de alguna regresión lineal, elementos de algún grupo abeliano, pero no era nada de esto. Me tomé la cabeza con frustración y lloré de la forma más amarga al sentirme tan sobrepasado. Recuerdo que fui por un café y fui hasta el patio; allí prendí un cigarrillo. Mirar la constelación de Orión siempre me ayuda a ordenar mis pensamientos en los momentos de ofuscación mas puros, fue mirando sus estrellas cuando vislumbré el inicio de la solución. Era tan, pero tan ridículamente simple, irrisoriamente sencillo, ¡ninguna clase de algoritmo! En todos los senderos, independientemente del elegido, siempre se seguía el camino señalado por el dígito de la izquierda del par. Motivado nuevamente reescribí, en el papel que ves aquí, una matriz de 5x5 usando solamente los dígitos de la izquierda.
1 0 0 0 0
1 0 0 1 0
0 0 1 0 1
1 0 0 1 1
0 1 1 1 1
Estuve cuatro días sumergido, otra vez, dentro de mis conocimientos más profundos. Calculé el determinante de la matriz, su inversa, su matriz traspuesta, pensé en algún sistema de ecuaciones, en los coeficientes de algún polinomio de grado cinco, en series de potencias, pero nuevamente estaba en un error. Te juro que estuve a punto de rendirme, incluso más que antes. Tomé el relato y escudriñé palabra por palabra buscando algún indicio, por más ínfimo que este fuera. Quise torturarme por ser tan poco observador; había un nombre que, como si fuera la imagen de un desconocido en una fotografía familiar, estaba ahí, implacable y sarcástico: Gotffried Leibniz. Inquirí frenético en el trabajo de este gran matemático y filósofo y llegué a algo que yo mismo ignoraba que él hubiese hecho.”
Fernando se quedó en silencio, luego me miró, esperando a que yo hiciera la pregunta que él quería escuchar.
-¿Que hizo?
-Leibniz fue un precursor del código binario, ¡lo que significa esa matriz es nada más y nada menos que números en binario!. Si se leen las filas de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo los números que se revelan son 17,18,6,19 y 16.
-¿Y eso que tiene que ver con todo esto?
-¡Idiota! ¿Que no te das cuenta? ¿No dice el relato que los túneles tenían más de cien años de antigüedad en ese tiempo? Si es así, alguien conoció y dio vida al sistema binario cien años antes que Leibniz...¡Y el padre Joseph Linderos lo sabía!
-Eso, eso no es posible- respondí incrédulo- ahora me convenzo por completo que este relato es ficción, alguien lo puso ahí para engañarnos.
-Escúchame- dijo tomándome por los hombros- en matemáticas han ocurrido casos en que dos genios en paralelo han colocado al servicio de la humanidad nuevos conocimientos sin conocerse ni espiarse. Por ejemplo, Pierre de Fermat inventó antes que René Descartes la geometría analítica, y el mismo Newton ideó antes que Leibniz el cálculo infinitesimal, aunque fue Leibniz quien primero publicó sus trabajos.
-Entonces...
-Aún no te digo lo macabro del asunto.
Con férrea atención digerí la explicación final de mi buen amigo. Una admiración inconmensurable, un flujo de desprecio y también de aversión hacia la mente brillante de Joseph Linderos nacieron en mí. Con vergüenza, con una timidez soslayada solamente por mis ansias desbordantes traduje yo mismo el código que llevó a la perdición a los padres jesuitas. La transcripción de estos números binarios al alfabeto español deja leer, con todo descaro y toda maldad, la palabra...
P= 1 0 0 0 0
R= 1 0 0 1 0
E= 0 0 1 0 1
S= 1 0 0 1 1
O= 0 1 1 1 1
La transcripción del sistema binario al alfabeto es un invento muy posterior a las fechas en que fue escrito el relato, pero toda esta evidencia apuntaba a que el padre Joseph Linderos desarrolló, en su afán de innegociable venganza, doscientos años antes las bases del mundo digital.
-El misterio está esclarecido- concluí- lo que hizo Joseph Linderos fue guiar a la prisión a los padres jesuitas. Deduzco por esto mismo que los ocho sacerdotes que lograron fugarse, según Concha y Maltés, nunca existieron.
-Te equivocas. Ellos existieron y si lograron fugarse, que la historia los haya olvidado es un trabajo que a ti te toca esclarecer.
-¡Por Dios! ¿Cómo es eso posible?
-Toma esta hoja y averígualo tú mismo. Recuerda que en realidad en el espacio no existe un arriba ni un abajo.
Diciendo esas últimas palabras se retiró como un parpadeo.
La hoja contenía el triángulo de instrucciones que escribió el padre Méndez al padre Valdivieso para que éste dilucidara la red de túneles. La observé con exagerada atención varios minutos, sin embargo, nada me conducía a esclarecer la aseveración de mi amigo. Moviendo la hoja de arriba a abajo, como un péndulo, reiteré muchas veces sus últimas palabras “ni arriba ni abajo, ni arriba ni abajo”, exaltado por una naciente ofuscación. Al ver subir y bajar la hoja tantas veces entendí el secreto de aquellas palabras intrincadas. Dejé la hoja sobre el escritorio, y con un suave movimiento la giré 180 grados, invirtiendo su información. Lo que obtuve fue el siguiente triángulo invertido:
XI XI XI XI XI
XI XI XI XI
XI XI XI
XI XI
XI
Se formaron entonces unas nuevas instrucciones; ahora los dígitos a seguir eran los de la derecha, y donde antes se optaba por la ruta izquierda se iba por la derecha y viceversa. Hice todo el procedimiento, de igual manera como lo realizó Fernando. Formé esta nueva matriz.
0 1 1 0 0
0 1 0 0 1
0 0 0 1 0
1 0 0 1 0
0 0 1 0 1
Preso de una tensa tranquilidad, busqué entre los papeles blanquecinos que dejó mi amigo las letras que correspondían a estos números binarios y leí la palabra que se formó...
L= 0 1 1 0 0
I= 0 1 0 0 1
B= 0 0 0 1 0
R= 1 0 0 1 0
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Quedé conmocionado hasta la médula por la impresión.
Ninguna duda más atormentó mi mente. La Historia de Chile de Concha y Maltés tenía razón. Por una inexorable suerte, capricho desconcertante del destino, o quizás por los conocimientos de ciencias del padre Valdivieso los ocho sacerdotes lograron escapar de la expulsión arbitraria, pero a cambio fueron soterrados por la historia, desdeñados por el tiempo, amparados por el olvido. Quizá se convirtieron en mapuches adoptados, bandoleros sin dios ni ley, humildes campesinos de campos inviolados, arrieros conocedores de pasos cordilleranos secretos, pescadores del tollo y de la centolla, compadritos valientes de alguna fonda de turbia reputación, pero jamás se sabrá que sucedió realmente con ellos. O quizás, esperaron con pujante paciencia el día en que la persecución contra ellos terminara, escondidos como se esconde el día de la noche, acogidos por una muerte aparente, pero consiguiendo lo que anhelaban sus corazones: la libertad. ¿Habrá una dicha más pura y más verdadera que ésta?
El coleccionista es el cuento ganador del VI concurso de cuento y poesía del centro cultural Guillermo Gronemeyer de Quilpué, Chile
EL COLECCIONISTA
En los últimos lustros la cantidad de personas dedicadas a coleccionar cosas ha crecido lo mismo que las enfermedades mentales; sin poderse aún establecer la causa o circunstancia de tal comportamiento en la gente y todo ha quedado en teorías derivadas de estudios al respecto. En Valparaíso por ejemplo vivió uno de ellos, un coleccionista de tomo y lomo que desenfrenadamente acumulaba sus pertenencias en la entrada de su domicilio en calle Ramaditas. Lo de pertenencias era un mero decir, ya que el coleccionista sufría aparentemente de un mal llamado mal de Diógenes, que lo hacía amontonar; sin discriminar; una cantidad incalculable de cosas, incluso basura y desperdicios. En consecuencia el viejo se encontraba durmiendo entre montones de ropa vieja, cartones deshechos por la humedad y viejos tablones de lo que alguna vez fue una litera.
La municipalidad de Valparaíso, fundaciones de caridad, el hospital psiquiátrico, incluso la corporación para la superación de la pobreza no habían escatimado esfuerzos, todos infructuosos, de erradicarlo de allí. Se pretendía instalarlo en un hogar de ancianos, pues era un hombre de edad avanzada, o que por su propia voluntad se internara en el sanatorio para enfermos mentales. Cuando alguien se acercaba a sus dominios a tratar de convencerlo de aquello, irónicamente musitaba acerca de sus increíbles riquezas y tesoros que tenía oculto debajo de lo que trataban de hacerle creer que eran inmundicias. Solía decir con altanería que por nada del mundo se movería de allí, porque en el lugar donde se encontraba poseía todo lo que cualquier hombre en su sano juicio desearía tener.
Muchas veces la municipalidad envió camiones recolectores de basura a limpiar la calle; debido a que por aquel instante se veía tremendamente dificultoso el tráfico de vehículos y personas, por culpa de la gran cantidad de porquerías acopiadas por el hombre. En el momento que eso acontecía el particular viejo gemía, pataleaba, maldecía a todas partes por lo que él llamaba un abuso de la autoridad y a sus derechos de ciudadano. Más el municipio demoraba en retirar los escombros que el anciano en atiborrar de escombros nuevamente la avenida. En otras palabras se trataba de un problema sin solución y nada más se podía hacer, porque la vivienda del problema era precisamente de propiedad del coleccionista.
Ante tan descomunal acumulación de porquerías la prensa empezó a interesarse por su historia. Constantemente subían inescrupulosos reporteros hasta su santuario de cachivaches; primero; con el fin de hacer un reportaje sensacionalista y obtener a toda costa la exclusividad de la noticia antes que otros medios. Luego, al no conseguir su objetivo, trataron de sobornarlo. Los diarios locales, la radio, incluso la televisión pretendieron ofrecerle ayuda en ropa, dinero y víveres con tal de que se dispusiera a ser atendido por gente especializada en ese tipo de afecciones y de paso ellos, hacer el artículo excepcional que tanto deseaban. Incluso la iglesia a través de sus voluntarios intentó sacarlo de allí, pero nunca se llegaba a nada. El viejo seguía enraizado en su casa y no se cansaba de repetir que no padecía ninguna clase de necesidad.
El problema sanitario que esto acarreó, debido a que los desperdicios traspasaban todo límite, se hizo de carácter prioritario para la municipalidad de la ciudad puerto y no hubo más remedio que desalojarlo por la fuerza. El despliegue operacional que se dispuso para marginar al pobre octogenario de allí no tuvo paradigma alguno en la historia de Valparaíso. Llegó la policía con sus furgonetas, los bomberos en sus carros bombas, la guardia civil, ambulancias del hospital psiquiátrico, la prensa con sus despachos móviles minuto a minuto y un montón de ciudadanos curiosos. Nadie se quería perder el desalojo del coleccionista, movidos por el natural morbo que caracteriza a los seres humanos en situaciones poco comunes. No fue cómoda la faena para los del municipio, tuvieron que abrirse paso entre el montón de escombros y buscar con ayuda de perros adiestrados para esos fines el lugar exacto donde se hallaba el veterano. Cuando fue encontrado al fin y desalojado, se le internó en el hospital psiquiátrico en contra de sus deseos. El municipio, una vez que comprobó que el coleccionista no poseía parientes vivos ni descendientes con ayuda de la policía, limitó su trabajo a limpiar completamente el lugar. Para cerciorarse de que al interior de la casa no acumulaba ninguna clase de desperdicios irrumpió dentro; encontrando una cantidad incalculable de joyas, dinero en efectivo, incluso lingotes de oro macizo. En las autoridades no cabía explicación alguna ante el hallazgo; era verdaderamente sorprendente que aquel hombre guardara una fortuna tan importante viviendo en esa paupérrima condición. La respuesta a esa interrogante vendría más tarde desde el sanatorio para enfermos mentales y fue el mismo acaudalado anciano quien la entregó al verse sin otra opción:
- “Hace muchos años salí a hacer unas compras al centro de la ciudad, compré lo que necesitaba en ese momento, no recuerdo que cosa era y al regresar a mi hogar, estando frente a la puerta, me dí cuenta que había perdido mis llaves. Como no quería arriesgarme a que alguien me robara si pedía ayuda me puse a vivir fuera de mi casa; obteniendo todo lo necesario de las calles, tal como lo hacen los perros y los vagabundos sin rumbo”.
Los médicos dieron de alta inmediata al coleccionista.
LA BURBUJA DE CAPERUCITA
Me conocían como Caperucita roja; mi verdadero nombre simplemente se lo llevó el tiempo y el viento. Vivía en la entrada de un vasto bosque con mi madre, quien me regaló la caperuza culpable de mi apodo y, entre los mil y un defectos que ella tenía, me obligaba a usarla, y nunca debía sacármela porque era de tela importada y, por lo tanto, carísima. Bajo la caperuza usaba mi querida blusa negra, mis pantalones ajustados rojos y mis zapatillas de lona. Mi otro familiar vivo, aparte de mi madre, era mi abuela; mi adorable abuelita, el único ser de este mundo que me importaba un bledo. Su salud no andaba muy bien, la artritis y el colesterol habían hecho de ella una especie de feliz despojo humano y, en su orgullo ridículo, no aceptaba ningún tipo de ayuda. Mi madre, por supuesto, hacía la actuación de preocuparse, pero en sus pensamientos sólo cabían frivolidades abyectas. Así, viendo las cosas de este modo, mi abuelita solamente podía contar conmigo. Una triste realidad.
El día en que todo empezó mi abuelita tuvo que sentirse realmente mal como para hacer lo que hizo. Llamó a casa diciendo “estoy enferma”. Mi madre, que contestó mientras se pintaba las uñas, dijo que me enviaría hasta allá con un pastel apetitoso y unas aspirinas. “¿Por qué no le manda un médico?”- pensé haciendo rechinar los dientes. El asunto es que ni siquiera se tomó la molestia de hacer ella misma el pastel y me mandó a comprar uno; tampoco había aspirinas, tuve que comprarlas con mi dinero. Todo lo puse en una cesta octogenaria de mimbre cubierta con un mantel rojo que me entregó mi madre. Me veía igual de cándida que la novicia rebelde.
-Vuelve temprano- me dijo- en la noche jugaré canasta con mis amigas de Vitacura.
El trayecto lo conocía de memoria. El bosque se asemejaba a un laberinto intrincado, lleno de senderos que conducían a cualquier parte y otros a ninguna. Ante alguna bifurcación siempre doblaba a la derecha, caso contrario, podía encontrar algún peligro. Observé a mi alrededor, el camino lucía inmundo: los contenedores de basura estaban desparramados por el suelo; ardillas y perros hurgueteaban la mugre buscando algo de comer; restos de papeles de todo tipo pululaban por entre la hierba triste; grafitis de aerosol o navaja herían el tronco de los árboles. En una de éstas bifurcaciones estaba él, amparado bajo la sombra de un abeto.
-¡Buenos días, Caperucita! ¿Qué haces tan solita en medio de este peligroso bosque?
Me dejó perpleja la familiaridad con la que me habló. Lentamente se acercó; era un lobo, tan lobo y tan desconcertante que me aterrorizaba. Usaba una chaqueta de cuero negra con capucha y unos pantalones rojos similares a los míos, y unas zapatillas de lona. Sus bigotes eran largos y curvos, brillaban con la luz y, sobre ellos, una nariz redonda y bermellón contrastaba con la profundidad de sus ojos verdes, tan verdes como las hojas del abeto en que estaba apoyado.
-¿Cómo conoces mi nombre?
-Todo el mundo ha oído hablar de Caperucita, y ahora que te veo me resultas más interesante.
-Déjame en paz, tengo que ir a la casa de mi abuelita que se encuentra gravemente enferma.
-¿Y donde vive tu abuelita?
-Eso no te interesa, lo siento, pero tengo que irme.
Aunque era extraño era increíblemente apuesto, tan masculino, pero no podía ceder; mi abuelita me necesitaba. Me sentí mal por haberlo tratado tan groseramente, mas que podía hacer, no era mi costumbre hablar con extraños. Seguí caminando bajo un sendero de álamos, la tersa hierba había dado paso a unos pastizales amarillentos cubiertos por frazadas de hojas muertas. Trecho más adelante se avizoraba la cabaña de mi abuelita. Llegué finalmente. Para mi sorpresa, desde el interior se oía música. Mi abuelita jamás oía música, según ella, para no perturbar el canto de los pájaros.
La puerta estaba entreabierta. Entré y llamé tres veces; nadie me respondió. Del dormitorio venía la música y una voz, que por el tono, parecía explicar algo importante. Tomé el atizador del fuego como arma y empujé la puerta. Asomé mi cabeza con cautela.
Para mi total perplejidad estaba ahí, sentado en la cama, el mismo lobo que me había topado antes en el bosque usando con total descaro un pijama de mi abuelita. “¿Cómo hizo para llegar antes que yo?”- me pregunté. A su lado estaba ella, radiante, bebiendo con fruición un jugo de naranja. Al verme ambos guardaron silencio y me sonrieron. El lobo me hizo señas para que me aproximara.
-Te esperábamos, nietecita- dijo mi abuelita.
Yo estaba petrificada. ¿Acaso se conocían con el lobo?
-¿Qué significa todo esto?
-Es una historia muy larga- dijo el lobo con esa voz tan profunda que tenía- si estás dispuesta a oírla empezaré enseguida a contártela.
Fue así como supe que el lobo era un terrorista, y que mi abuelita facilitaba la casa para sus reuniones clandestinas. De paso, ella misma se había vuelto miembro, y también me enteré que no estaba gravemente enferma, que todo era una farsa para evitar sospechas, y para hacerme ir ese día.
-Tu abuela me dijo todo sobre ti, Caperucita, y me encantaría que quisieras participar de esta causa por la democracia.
El lobo se levantó entonces y colocó un disco de The Smiths. No podía decirle que no a aquel animal tan apuesto, tan noble, tan valiente y decidido. Creo que en ese momento me enamoré de él; nunca antes tuve un novio, él sería el primero- me dije. Si hasta encontraba ridículamente tierno que vistiera el pijama de mi abuelita y que usara sus ropas y maquillaje para pasar inadvertido en sus correrías. Me hipnotizaba con sus ideas de libertad y esperanza para nuestro pueblo, “hay que hacer chirriar a la dictadura”, decía con convicción decidida, tal vez con algo de idealismo romántico. Oía su voz con una fascinación tal que el mundo a mi alrededor perdía toda consistencia y toda coherencia. Acepté sin cuestionamiento alguno y desde ese día mi vida giró en torno a atentados macabros, escapes taciturnos, lágrimas ingratas, reuniones en sótanos soterrados y, por supuesto, en torno a él. Por otra parte, él no dejaba de admirarme y decirme lo genial que yo era. Estaba completamente segura de que yo también le gustaba, que era cosa de tiempo que sucediera algo entre nosotros. Un día, luego de una protesta que sin saber por qué se volvió en nuestra contra, en la que tuvimos que arrancar como ratas despreciables de la policía, ese momento llegó por fin.
Estábamos solos en casa de mi abuelita. Ella había ido a realizarse un supuesto chequeo médico y no dejó que la acompañara. Con el lobo veíamos una película tratando de calmar nuestros corazones aún amedrentados por el fragor del escape. De pronto, él se levantó y fue hasta la cocina; al volver traía una botella de vino y dos copas. Sin mediar alguna palabra la destapó y vertió su contenido bermejo dentro de las copas. Hicimos un brindis sin dejar de mirarnos a los ojos; yo misma me pude ver, pequeña y asustada, reflejada en su par refulgente de zafiros verdes.
-Hace mucho tiempo he querido decirte algo- dijo.
-Yo también- respondí.
No podía controlar mi corazón. Y por primera vez en mi vida sentí que la libídine me dominaba. Refregaba mis piernas una contra otra tratando de dominar a la bestia que amenazaba despertar. Me saqué la caperuza tratando de disipar el calor, aunque sabía que esa no era mi intención.
-Lobo, que ojos tan grandes tienes.
-Son para verte mejor, Caperucita.
-Y que orejas tan grandes tienes.
-Son para escucharte mejor.
Me volvían loca sus respuestas. Estaba diciéndome en forma implícita, pero también perspicua, que me quería tanto como yo a él.
-Y que manos tan grandes tienes.
-Son para tocarte mejor.
No podía más, estaba a punto de besarlo. Comencé a temblar.
-Y... ¡Y que boca más grande tienes!
-Es para decirte lo que debo decirte.
Suave como un remo que toca el agua me lo dijo. El mundo iluso y estúpido que había construido en torno a él se desmoronó como un castillo de naipes. Entendí con toda claridad su preferencia por los disfraces de mujer, por el maquillaje y por bandas como Pep shop boys o The Smiths. Mi lobo era irrisoriamente gay, un gay de tomo y lomo, una florcita llena de espinas, el objeto prohibido de mi deseo amoroso. ¡Que desperdicio!
-Espero esto no cambie las cosas entre nosotros- concluyó.
-Claro que no- respondí aún aturdida y forzando una sonrisa hipócrita.
-¿Oyes eso?- me dijo poniéndose en alerta.
-¿Qué cosa? Yo no escucho nada.
Olvidaba que su oído de lobo era mucho más agudo que el mío. Sólo comprendí la situación cuando derribaron la puerta de la casa de un golpe. La brigada de negro miserable irrumpió zumbando como avispas, violando la paz de nuestro cuartel general. Con fuerza impelida nos agarraron y esposaron, el lobo trató de resistirse, pero unos golpes atroces lo tumbaron. En forma infame nos vendaron los ojos y nos llevaron quien sabe donde, dentro de un furgón lúgubre y de hálito nauseabundo. Al rato nos bajaron y nos condujeron con un hombre que a todas luces parecía ser el que estaba al mando del operativo.
-¡El cazador!- dijo el lobo trémulo al verlo.
-¿Y quién es ese?- pregunté.
El lobo me explicó como pudo que el cazador era el mercenario más temido por los activistas debido a su crueldad y que nada podíamos hacer, que era nuestro fin. El cazador nos encerró dentro de una celda tétrica. Dentro de la celda estaba mi abuelita, que también había sido capturada. Nos abrazamos y dejamos fluir de nuestros ojos cuatro ríos correntosos y cálidos. El lobo se sentó bajo la ventana, cabizbajo y rugiendo algo entre dientes, sin despegar la mirada del suelo duro y gris.
-No te preocupes- me dijo mi abuelita sonriendo- alcancé a avisar a tu madre antes de ser atrapada. Ella, con todas sus influencias y dinero, nos sacará de aquí muy pronto.
De esto ha pasado una semana. Nadie nos interroga, nadie se acerca para torturarnos; solo nos tienen aquí, envueltos entre las sombras. De pronto la reja de nuestra celda se abre y arrojan dentro a otro prisionero. El nuevo compañero levanta la cabeza y paralizada por la impresión me percato de quien es. No lleva sus vestidos lujosos ni sus uñas pintadas, al contrario, se le ve harapienta y terrosa, con el cuerpo cubierto de heridas y apestando a pólvora. Entonces comprendo todo, ella también es miembro, también era un personaje cínico que representaba a diario para no ser descubierta.